recientemente se han cumplido 520 años de la llegada de occidente al continente americano. Ese día ha sido bautizado con multitud de nombres dependiendo de la mayor o menor intencionalidad política. Así, cuando se trataba de extender el orgullo de la conquista, se hablaba abiertamente del Día de la Raza o de la Hispanidad. Cuando, pasando los años, daba cierto sonrojo, se pasó a definir como Encuentro de Culturas y otros eufemismos que igualmente ocultaban un abierto regocijo por lo que se consideraba magna obra civilizatoria hispana sobre pueblos salvajes.

De una u otra forma, tanto unos como otros epítetos para ese día ocultaban permanentemente la existencia, todavía hoy, de pueblos indígenas descendientes directos de aquellas otras civilizaciones que se trataron de eliminar. Así, presentaban la realidad americana como el resultado natural de un proceso de mestizaje homogenizante de pueblos y culturas. Sin embargo, los pueblos indígenas que no habían desaparecido a pesar del duro proceso colonial, y que hoy todavía viven, sonríen y luchan por sus derechos como personas y pueblos, simplemente dicen que no hay nada que celebrar.

A pesar de todo lo vivido durante estos siglos, todavía hay una constante que se alarga durante todo este tiempo. A los pueblos indígenas, a hombres y mujeres diferentes a la civilización dominante, los siguen maltratando, les siguen robando sus tierras y los siguen asesinando. Desde el extremo sur hasta el norte del continente, siguen siendo diana de las balas, siguen siendo el centro escogido de la represión más brutal. Es un dudoso lugar de honor que ocupan junto con otro colectivo humano como son las mujeres -en este caso tanto indígenas como no- y que siguen siendo también centro de las violencias machistas que se resisten a desaparecer. Y tanto una situación como otra siguen ocurriendo en América, aunque también en otras formas en Europa, África o Asia.

En los territorios del sur del continente americano, casi en su extremo, el pueblo mapuche sufre la represión y pone muertos, además de prisioneros políticos que se abocan hacia la muerte mediante huelgas de hambre como única forma de protesta contra las injusticias. Defienden sus tierras de transnacionales hidroeléctricas y madereras y ante hacendados privilegiados por los gobiernos de turno. Unos y otros llevan décadas robando los recursos naturales de las comunidades, aquellas que los guardaron durante cientos de años. Se niegan a reconocerse como campesinos y a renunciar a su dignidad como pueblo que hasta hace poco más de un siglo dominaba el sur del continente y hoy se ve abocado a perder los últimos pedazos de su territorio.

En Colombia, los pueblos indígenas siguen poniendo los muertos en la lucha entre el ejército, paramilitares y las guerrillas. En los últimos meses, nuevamente ganaron un pequeño espacio en algunos medios de comunicación internacionales pues, cansados de ser asesinados, osaron expulsar a los actores armados de sus territorios, en especial al ejército, en el departamento del Cauca. Pareciera que todos los poderes políticos y económicos pensaran que los derechos indígenas están bien para rubricarlos en la ley y ganar un reconocimiento internacional, pero no obligan a ser cumplidos. Esperemos que la nueva etapa abierta en Colombia de negociaciones entre la guerrilla y el gobierno suponga que los pueblos indígenas, una vez más, no sean ignorados y todos caminen hacia una paz justa, incluyendo a estos pueblos.

Guatemala concluyó en 1996 cuarenta años de guerra civil con la firma de los Acuerdos de Paz. Entre estos, uno de los más importantes era el reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas. Pero el acuerdo fue ignorado por los sucesivos gobiernos guatemaltecos. Y hoy el fantasma de la muerte se abate una vez más sobre el pueblo maya. Llegaron las transnacionales mineras, hidroeléctricas o petroleras a los territorios indígenas y pensaron que, con el respaldo abierto de los gobiernos, el territorio estaba abierto a la plena explotación, al expolio, sin considerar que en esas tierras viven personas desde hace miles de años.

La oposición masiva de los pueblos mayas a la destrucción de la tierra y de sus modos de vida trae, una vez más, la dura respuesta de los poderes políticos y económicos del país, con el respaldo de ciertos poderes internacionales. Desde entonces, los asesinatos selectivos de dirigentes, las amenazas continuas y la represión abierta contra los pueblos se va haciendo nuevamente cotidiana.

Hoy el drama no sólo no se ha cerrado por el incumplimiento de los Acuerdos de Paz, sino que continúa y se reaviva. El pasado 4 de octubre, ante la protesta masiva de la población en Totonicapán ocho indígenas fueron asesinados y decenas de ellos heridos. El Gobierno en un primer momento negó su responsabilidad e incluso argumentó que ni la Policía ni el Ejército tenían armas de fuego. Sin embargo, las nuevas tecnologías permitieron que en minutos corrieran por las redes sociales fotografías de militares guatemaltecos armados de fusiles de asalto y disparando contra la población. El delito en esta ocasión era la protesta contra el alza del precio de la energía eléctrica para una población que vive en la pobreza; también la oposición a las reformas constitucionales que el gobierno guatemalteco quiere aprobar y que suponen, entre otras medidas, el recorte de las atribuciones de las autoridades tradicionales en la impartición de la justicia. Claro que el Gobierno del presidente Otto Pérez Molina sabe perfectamente cómo tratar estas situaciones. Por algo su lema de campaña era Mano dura y él mismo fue militar en activo durante los años del llamado genocidio maya.

520 años después del inicio del genocidio, por intereses políticos y económicos ajenos a ellos, a los pueblos indígenas se les sigue matando y resulta barato pues, ni antes ni ahora, parece que habrá responsables que paguen por estos crímenes.

A los pueblos indígenas los siguen maltratando, les siguen robando sus tierras y asesinando