que esta crisis está haciendo saltar los remaches del modelo de bienestar que hemos disfrutado no es una reflexión novedosa. Lo hemos constatado todos. Pero corremos el riesgo de no interpretar a tiempo que el principio de adelgazamiento del modelo que se viene aplicando desde hace al menos tres años no puede limitarse a reducir el espacio de esta olla a presión sin dar salida a la presión. Nadie quiere que le estalle en la cara lo que se está cociendo en la cocina social y la ausencia de una estrategia clara consensuada ha acabado provocando que lo urgente sea enemigo de lo fundamental.
Anteayer, la crisis era un fenómeno financiero que requería respuestas de la misma naturaleza. El sistema no había sido capaz de autorregularse y la evidencia de las prácticas abusivas e irresponsables solo se hizo notar cuando auténticos colosos internacionales se desplomaron con estrépito. El toque a rebato fue unánime: hay que salvar el sector porque todo nuestro modelo de crecimiento tiene tan intensa dependencia del crédito que dejar morir a parte del sistema bancario o pretender que digiera él solito su atracón nos condenará a la recesión durante décadas.
Las instituciones públicas se afanaron en el empeño de inyectar dinero público en el sector y atornillar sus balances con la exigencia de solvencia. Esto es: aumentar las provisiones de fondos para cubrir sus riesgos. De cómo la política de riesgos de un amplio sector de la banca se tradujo en una línea de negocio en lugar de una garantía de fiabilidad también habría que hablar. El caso es que en no pocos casos, la simpleza de identificar mayor riesgo con mayor tipo de interés acabó traduciéndose en la presunción de mayor margen y en apuntes contables jugosos donde debió haber prevención de morosidad.
¿Nadie midió en aquella fase el impacto que la crisis financiera acabaría teniendo en la economía productiva? ¿Nadie computó el coste del rescate del sector como incremento de deuda y riesgo de déficit? En el caso español, la respuesta fue no. Hasta el punto de que el rescate pendiente aprobado por Bruselas y aún no solicitado por España se publicitó como un virtuoso ejercicio malabar en el que el dinero recibido no computaría en el déficit. Luego, la Comisión aclaró que sí.
En ese contexto de falta de liquidez, a la deuda pública le tocó pagar una parte de los platos rotos. El sector es todo provisión de fondos, la deuda pública no tiene quién la compre y la subida de tipos -otra vez el efecto riesgo como buen negocio- se lleva por delante las cuentas del déficit público. Consecuencia: otra urgencia que afrontar. La reducción del déficit es un modo de ofrecer a los prestamistas una imagen de solvencia. Si se reduce, parece que será más sencillo pagar la deuda.
Contengamos, pues, el gasto porque es urgente. Como si el sector público no fuera un actor del crecimiento económico y la desaparición de la inversión no tuviera coste en crecimiento, en actividad, en empleo, en ingresos fiscales. Otro manotazo a la economía productiva, que toca fondo sin liquidez con la que financiarse ni tracción del sector público.
No hemos tocado aún la dimensión social de toda esta estrategia, explicada de un modo basto y, en consecuencia, sin matices. El coste de la crisis en materia de empleo es sangrante. Y resulta fácil de constatar la reducción del poder adquisitivo de amplísimas capas de la sociedad: desde los pensionistas a los funcionarios; de amplios colectivos de asalariados a autónomos o, si prefieren en términos horizontales, la clase media y media-baja. Quizá la toma de conciencia general de este coste tenía que llegar por la más dramática y visible de las muestras de desesperación: el suicidio de los desahuciados.
Tristemente, la reacción ha vuelto a ser un manotazo diseñado con urgencia y buenas dosis de arbitrariedad. La moratoria de los desahucios por impagos hipotecarios determina una línea absurda que divide quién merece ser salvado y quién no en términos tan estúpidos que insultan al sentido común. No sólo por las condiciones de acceso sino porque el diseño de la norma no hace sino retrasar lo inevitable pero no genera alternativas al flagelo de una Ley Hipotecaria en la que el deudor es un presunto delincuente del que hay que proteger al prestamista.
Y la indignación natural de la calle nos sitúa en la antesala de otro manotazo: aceptar como criterio general la condonación de la deuda de la primera vivienda, como se ha llegado a pedir, exigirá al sector aumentar las dotaciones por incobrables, reducirá aún más el dinero disponible para aportar liquidez a la economía real y acabará por situarnos en un modelo endémico de recesión cuyo coste social alcanzaría dimensiones bíblicas.
El equilibrio es difícil de encontrar. Parece que hay uno sencillo: que el desahucio no sea mejor negocio que la flexibilización de la deuda. Y otro: que el impago de una deuda no sea objeto de alabanza, pero tampoco de abandono social. Hace falta un amplio pacto social que cubra las necesidades de un sector creciente en la desgracia. Aunque la morosidad no supere hoy el 7% en el Estado, lo que implica que hay noventa y tantos clientes que pagan sus cuotas, los restantes no pueden estar condenados a la marginalidad.
Manotazo tras manotazo, la nefasta gestión de esta crisis y sus soluciones cortoplacistas están agitando un avispero social que no entiende ya los orígenes ni recuerda su cuota de responsabilidad en la misma. Aunque no sea agradable, habrá que recordar que el día en que el modelo de crédito a la inversión se transformó masivamente en crédito al consumo se sentaron las bases de este desaguisado. No recuerdo haber llegado al notario a punta de pistola a firmar mi hipotecario, aunque sí que algunas entidades me sugerían que metiera en el importe los muebles, el coche y las vacaciones.
Otros que saben más sugieren fórmulas de gestión diferentes a las vigentes. Políticas monetarias de las que carece la zona euro, inversión pública combinada con una política fiscal que combine contención del gasto con recaudación y, sobre todo, con orientación a favorecer la actividad económica, que es la que crea empleo y recursos fiscales. Todo eso y decirle a esta sociedad muy a las claras cuántos años atrás de sistema de bienestar debemos retroceder para poder avanzar de nuevo. Si hay que retroceder hagámoslo todos, pero que nadie quede atrás. Ni en un desguace social ni en una jaula dorada.