CAÍ en Casablanca con unos 17 años. Nunca es tarde si la dicha es buena. Desde entonces, vuelvo allí de vez en cuando, como quien vuelve a casa, a ese libro que todavía es de papel y aún huele a libro. No es la mejor película que he visto, ni siquiera creo que sea mi favorita, pero no hay cigarros mejor fumados ni whisky con más significados que los que aparecen en esta película. Me gusta Renault, ese policía corrupto, superviviente en tiempos oscuros y, pese a todo, con un retorcido sentido de la amistad. Pero es Rick el epicentro de la historia. Un perdedor, el lado oscuro y amargado del deslumbrante y perfecto Lazslo, el que se lleva el honor, la gloria y a la chica. Rick, que luchó en batallas perdidas, el bando republicano en la Guerra Civil española o la propia Ilsa. Un tipo que, como él mismo miente, no arriesga su cuello por nadie; apátrida confeso más allá del alcohol, un nihilista vocacional torturado por su propia conciencia de que no lo es. Rick es el héroe, el ser humano vapuleado y sobrepuesto, incapaz de renunciar a sus principios pese a sus esfuerzos, arrastrado por el destino como los héroes mitológicos pero pasado por el tamiz de la pérdida, el fracaso y la derrota. Pocas cosas hay más humanas que la paradoja. Y después de todo esto, que no son más que palabras, les diré que vuelvo a Casablanca simple y llanamente porque es una gran historia y las grandes historias crecen con el tiempo. Ahora, 70 años. 70 años entonando La Marsellesa en el Café de Rick, a medida que pasa el tiempo.