EL Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia ha logrado procesar a la mayor parte de los responsables de las matanzas vividas en el ámbito y periodo de la historia europea que el compete. Pero hay que reconocer que su misión de reconciliar estas sociedades, marcadas por el horror del conflicto, aún está lejos de lograrse y la tensión interétnica sigue enclavada en la zona, sobre todo entre Serbia y Kosovo, y en la misma Bosnia. Veinte años después de que se produjera la contienda sigue estando muy presente.
La condena del exgeneral Ratko Mladic y el juicio a Radovan Karadzic son pasos importantes a la hora de establecer los elementos que señalan la responsabilidad de los artífices de estas matanzas. No se pueden lavar las manos, pues son aquellos que dieron las órdenes quienes tenían el poder para haber evitado que la guerra se hubiese convertido en una auténtica barbarie. Si las claves de la Segunda Guerra Mundial nos han influido de forma notoria a los europeos, en el hito del juicio de Nurenberg se crearon leyes para atender la enormidad de la catástrofe. Pese a las luces y sombras (los aliados como vencedores descargaron toda la responsabilidad en los alemanes), sí marcó un antes y un después en la Humanidad.
Los criminales no pueden salir impunes en una guerra de exterminio y agresión. Ahora bien, es en este punto en donde aparece la culpa colectiva. ¿Fueron los alemanes responsables subsidiarios o directos de la catástrofe? Aún se plantea esta duda moral sobre en qué medida la sociedad alemana fue la responsable. Los actos de horror necesitan de cómplices, gente corriente que cumpla órdenes. Una sociedad que deposita su confianza en quienes ordenan o deciden actuar de una manera inhumana no puede ignorar los crímenes que se han cometido en su nombre, sean o no conscientes de lo sucedido.
En la antigua Yugoslavia se ha fijado esta frontera, nunca fácil de establecer, distinguiendo entre los criminales y las sociedades. La mayoría de ellas ahora mira a Europa pero no se miran entre sí. Después de todo, todavía ha de pasar un tiempo de duelo y los hermanos (no hay que olvidar que fueron todos ellos en su día yugoslavos) tardan más en reconciliarse. Pero en Europa no podemos permitirnos ignorar el pasado, ni limitar o exonerar la responsabilidad colectiva a este respecto, porque lo contrario es el mecanismo más efectivo para dejar de lado, definitivamente, los odios y rencores que provocaron desgarros tan profundos y miles de víctimas.
Es hora de que las sociedades avancen en interiorizar sus culpas colectivas. Las víctimas así lo demandan. La sociedad alemana actual no es la Alemania nazi y, aun así, nunca dejará de abordar su responsabilidad por la catástrofe mundial. Lo ha asumido así, y eso que no todos los alemanes fueron nazis, ni todos cometieron crímenes, pero el gobierno de Hitler actuó en su nombre y permitieron que su locura llegara hasta el final. Responsabilidad y culpa colectiva han de venir de la mano, no por un afán oportunista, como ha sucedido con las peticiones multimillonarias para la compensación de las víctimas de la Shoá (que, en buena parte, deberían haber ido destinadas a los supervivientes, pero que acabaron gestionadas por organizaciones hebreas y otros centros en Israel), sino como un marco de reflexión permanente que impida que hechos así puedan suceder de nuevo.
El Tribunal Penal Internacional acaba de concluir un programa educativo destinado a las universidades de todos estos países afectados por la guerra en Yugoslavia para tratar el tema de los crímenes cometidos en Vukovar, Mostar y Srebrenica. Es un paso necesario. Si bien, Hasan Nuhanovic, intérprete de los cascos azules holandeses en Srebrenica, y que perdió a sus padres y hermano, sintetizó como nadie la cuestión al afirmar que la verdadera reconciliación llegará "cuando los serbios hablen del genocidio", cuando estas mismas sociedades hablen de ello.
La negativa de los serbios a aceptar y reconocer la guerra étnica que orquestaron, e incluso el perverso ocultamiento de los responsables, impiden que la paz y la reconciliación se consoliden con garantías. Es cierto que no todos fueron culpables ni responsables, como ocurrió con los alemanes, pero juzgar a los que impartieron las órdenes no invalida asumir que el odio, el rencor o los recelos que gravitan en una sociedad son los que impiden, en esencia, exorcizar los sentimientos negativos que rompen la convivencia.
No hay sociedades perfectas ni, por tanto, hombres perfectos, lo que sí hay son valores que debemos educar, de tal manera que en el peor de los casos sepamos comportarnos con nobleza y humanidad. Se trata, por ello, de invalidar la irracionalidad de la violencia que, una vez desatada, insensibiliza con propios y extraños y que deriva, además, en arrinconar la conciencia para arrebatar injustamente la vida a otro ser humano por no ser como nosotros.
La Segunda Guerra Mundial nos mostró, a tal fin, lo que era posible cuando una sociedad es manipulada en aras de un proyecto criminal. La guerra yugoslava nos indica que aún este aprendizaje no se ha completado. Así, el que fuera el líder serbio-bosnio durante la guerra, Radovan Karadzic, declaraba ante el Tribunal que desconocía la naturaleza de los crímenes perpetrados, lo que no le exonera de su responsabilidad, como no lo hizo con los jerarcas del nazismo que, también, en Nurenberg se escudaron en este desconocimiento para no asumir su responsabilidad en los hechos. Los hombres hacemos que la historia se repita. La paz y la justicia sólo podrán cerrar el círculo cuando se contemplen desde la dignidad de las víctimas y los derechos humanos.