esta carta es una respuesta por alusiones a la mención que hizo de mí el ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, durante la sesión de la Comisión del Senado sobre la UE celebrada el pasado 4 de octubre, en respuesta al diputado de Amaiur Jon Iñarritu. Está dirigida a una persona con la que compartí en Donostia, hace ya medio siglo, amistad y recuerdos colegiales, algunos de los cuales deformados recientemente en los medios de un modo tan hilarante que hacían bueno el dicho de no dejes que la realidad te estropee un buen titular, le habrán divertido tanto como a mí. Ello explica la ausencia de acritud tanto en su alusión a mi persona como en la discrepancia con sus argumentos.
Son tiempos en los que la independencia como una de las opciones de la autodeterminación ha dejado de ser una entelequia para entrar a formar parte de la agenda política de naciones -Escocia, Flandes, Cataluña o País Vasco- y de Estados que forman parte de la Unión Europea. Es cierto que mi enmienda de inclusión de un título sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación en los debates constitucionales de 1978 no fue particularmente exitosa, siendo votada tan sólo por cinco diputados. Pero fue una simiente que fructificaría pronto.
Los debates de fines de los años 70 estaban marcados por una actitud favorable a la autodeterminación de los pueblos coloniales y por un perjuicio contrario a la de los pueblos occidentales. Pero mucho se ha andado desde entonces. Se ha producido la emergencia de nuevos Estados en los Balcanes, traumática y presentada habitualmente como contraejemplo, pero también la separación pacífica de Chequia y Eslovaquia y la transformación apenas conflictiva de las 17 antiguas repúblicas de la URSS en Estados-naciones; por no hablar de la reunificación de Alemania en nombre del derecho de autodeterminación.
En estas dos últimas décadas se ha avanzado también mucho en el tratamiento teórico de la secesión y la autodeterminación; en el mundo de la globalización, la ficción positivista de los Estados-compartimento estanco, conteniendo cada uno de ellos una sola nación, ha cedido el paso a la evidencia cegadora de la naturaleza multicultural y plurinacional de la gran mayoría de ellos.
Me centraré en las teorías de la secesión y la autodeterminación. A grandes rasgos, los autores las agrupan en tres tipos: las de justa causa, las procedimentales y las plebiscitarias o de la elección. Las teorías de la justa causa no son en principio favorables a la secesión, salvo si el Estado perdiera su legitimidad al dar un trato antidemocrático a sus minorías en forma de genocidio, violación permanente de los derechos humanos u ocupación injusta de su territorio. En estos casos, la secesión estaría justificada.
Las teorías procedimentales postulan la introducción de una cláusula sobre secesión en las Constituciones estatales. La exigencia de claridad en la pregunta y en la formación de una mayoría democrática disuadirá -dicen- las vanity secessions -secesiones caprichosas- y dejará prosperar sólo las postuladas por grupos nacionales que desean por amplia mayoría no asimilarse al Estado en cuestión. La sentencia del Tribunal Supremo de Canadá de 1998 -la Clarity Act- se alimenta de esta teoría: Quebec no tiene derecho a separarse unilateralmente; pero si un plebiscito de secesión basado en una pregunta clara fuera aprobado por una clara mayoría, Canadá debería reconocer la demanda secesionista y el gobierno federal negociarla de buena fe.
La teoría plebiscitaria extiende al terreno colectivo el principio kantiano de la autonomía individual: ni los seres humanos ni los grupos nacionales pueden ser dominados por otros. Los requisitos que justifican la secesión y la formación de un Estado propio derivan de las exigencias democráticas: contar con una mayoría, respetar los derechos de las minorías, y satisfacer las exigencias de justicia distributiva.
Están bien todas estas elucubraciones de ratones de biblioteca, dirá el ministro. Pero lo que cuenta es el imperio de la ley y que el artículo 4 del Tratado de la Unión Europea garantiza la integridad territorial y la unidad nacional de los Estados miembros, remitiéndose a lo que sus ordenamientos nacionales determinen al respecto. El orden constitucional de un Estado puede aceptar la secesión pactada; pero si no lo hace, como es el caso español, tampoco la aceptará la UE.
Sin embargo, la postura de la UE no ha sido homogénea al respecto. En el caso de los Estados de la periferia con conflictos nacionales que aspiraban a ingresar en la UE, la actitud comunitaria favorable en principio al mantenimiento de la integridad territorial estatal se vio cortocircuitada en los Balcanes (Croacia, Eslovenia, Montenegro o Kosovo) por los principios antagónicos de la justa causa y de la elección democrática.
Además, en el contexto que emerge hoy en Europa, la vía plebiscitaria empieza a abrirse camino en el seno de las fuerzas constitucionalistas; tal es el caso del PSC, contrario -de modo perfectamente legítimo- a la independencia catalana, pero no a que se regule constitucionalmente el derecho a decidir democráticamente sobre ella. Y es que las constituciones no son fenómenos atmosféricos, sino constructos dependientes de la voluntad de los actores políticos de mantenerlas, derogarlas o modificarlas.
Imaginémonos de modo hipotético que el Parlamento catalán, el vasco o ambos, respaldados por una clara y democrática mayoría soberanista, declaren la independencia. Para impedir que fuera seguida de efectos, el Estado español se vería forzado a recurrir a su arsenal represivo. Pero ¿puede concebirse que éste se materialice en las amenazas de estados de sitio o de guerra que empiezan a blandirse y que en el corazón de Europa haya tanquetas cercando las sedes de parlamentos democráticamente elegidos y metralletas neutralizando a los parlamentarios y a los miembros de los gobiernos? Pero es que, además, cuando cesara una ocupación policial y militar, los sentimientos independentistas pasarían de ser mayoritarios a unánimes, como ocurrió en Irlanda tras la Pascua sangrienta de 1917.
Por otra parte, si la UE ha apreciado la existencia de la justa causa de la secesión en su periferia ¿no la reconocería en este caso con mayor razón en su interior, cuando el acerbo comunitario definido por la Declaración de Copenhague descansa en el valor supremo de la democracia? ¿Y no sería la vía procedimental canadiense, acompañada de la correspondiente reforma del texto constitucional español, la única razonable y propicia a los intereses de todas las partes?
Son, amigo García-Margallo, las reflexiones que ofrezco a tu consideración de ministro de Asuntos Exteriores leído y experimentado.