las del robo de recién nacidos en España son unas noticias que no acaban de conquistar de manera decidida las primeras páginas de los medios de comunicación, ni siquiera el incondicional apoyo ciudadano. Hace ya unos años que aparecen con una regularidad inquietante, pero enseguida desaparecen en el limbo de lo que está bajo investigación. La realidad es que esos robos están en un pozo demasiado oscuro, y éste tiene un fondo feo. No hay que bajar. Es peligroso. También aquí es mejor no remover ese cieno y que las víctimas, como mucho, se lleven el barato de unas oraciones apresuradas, un viático o un responso de oficio hacia el olvido.
Suponiendo que ese robo nada ocasional, sino tan sistemático como una industria, comenzara al tiempo de la Guerra Civil y de la represión a mujeres republicanas, al hilo de los testimonios y denuncias más recientes la actividad delictiva duró hasta comienzo de los años ochenta. Es decir, más de cuarenta años. Son demasiados años de prácticas delictivas para que nadie supiera nada, aunque eso sea lo habitual en los ámbitos oficiales: ni la jerarquía católica, ni las corporaciones médicas, ni la administración de hospitales y centros oficiales y privados, ni quienes en ellos trabajaron, ni los funcionarios de los cementerios donde se dio sepultura a féretros vacíos; es decir, todos los que callan, ocultan y amparan la impunidad de los delitos cometidos. Mucha gente, demasiada, para no saber nada.
Al revés, yo al menos estoy convencido de que el robo sistemático de recién nacidos era un asunto de sobra conocido por quienes tenían que conocerlo: los aspirantes a comprar un bebé y los que veían en el robo y venta una saneada fuente de ingresos adobada de un hacer el bien que mete miedo. Que esos delitos hayan estado amparados o no en el repugnante sigilo de la delincuencia organizada e intocable, y ésta lo es, es otra cuestión que dudo mucho se examine alguna vez. Al menos por lo que a Madrid se refiere, las informaciones y las más elementales investigaciones que se han hecho públicas señalan a una religiosa, sor María, como autora de múltiples robos de niños recién nacidos rodeados de agravantes crueles que hay que ser muy insensible para no apreciar. Pero no es la única. Hay más personas que pudieron estar involucradas, que lo estuvieron aunque ahora mientan porque tienen el viento del tiempo y del dinero a favor.
Pero lo cierto es que estos son unos hechos que salpican a la Iglesia católica, porque a su sombra y al cobijo de su preeminencia social se cometieron en unos años en los que contra ella no se atrevía nadie. No consta que ésta, a través de su jerarquía, haya hecho o haga algo por esclarecer lo sucedido, dentro del franquismo y fuera de él. Importaría saber cuál cree la Iglesia que es en este caso el bien protegible.
El robo sistemático salpica también a la clase médica, es decir, a los médicos que atendieron los partos de bebés que se dieron por muertos, que sabían el destino que les esperaba a los recién nacidos, que no pudieron ayudar a partos de bebés sanos sin saber que éstos se esfumaban. Si hubo certificados de defunción falsos los hubo de nacimientos igualmente falsos. Me remito al relato de las víctimas que hoy denuncian, que es el único testimonio que debe valernos. Aquí no cabe ponderación de ninguna clase. La ponderación conduce a la impunidad si el fiel del ponderal es el tiempo y el poder económico y social, el tiempo que ha transcurrido y el que transcurre y se hunde en el olvido, y el dinero y la posición que no parecen tener freno en la compra de conciencias. Con ello cuentan los autores de las fechorías que siguen vivos y con las investigaciones, complicadas, difíciles, que se dilatan y dilatan porque tampoco hay un interés oficial y político, real, activo, en ir cuanto antes al fondo del asunto. Es muy comprometido. Hay que reconocerlo. En éste como en otros casos nos basta, para que no cunda la alarma social, que haya una ley, un reglamento, unas declaraciones oficiales. La puesta en práctica es otra cosa y suele ser sangrante.
Son cientos o miles de testigos indirectos que callan por miedo, por no indisponerse, porque qué más da, porque ha pasado mucho tiempo, porque entonces las cosas eran de otra manera. Cientos o miles de personas que no han denunciado, que han callado, por miedo o por vergüenza. Cientos o miles de personas que saben que cometieron ese delito y lo ocultan, que pagaron, que cobraron, que firmaron, que miraron para otra parte o para ninguna. Y lo que es peor: que les pareció bien lo que hacían, santamente. Cientos o miles de personas que no van a saber quiénes fueron en realidad sus padres o abuelos o qué fue de sus hijos; que no lo han sabido, que ya se han ido sin saberlo después de vivir con el reconcomio de la duda o la certeza del atropello.
Y junto al robo de recién nacidos y de las adopciones fraudulentas, encima, al lado o debajo, pero en el mismo pozo oscuro y pestilente de mala memoria, la búsqueda de las fosas de la Guerra Civil, cuya apertura saca a la luz unas historias tan desconocidas en sus detalles crueles como criminales en los hechos: no se sabe ni quiénes fueron los asesinados ni cuándo, en qué fecha, despojados hasta del nombre.
De no haber habido renuencia política, judicial, administrativa y burocrática a abrir esas fosas, hace tiempo que esa página habría quedado cerrada. Pero no ha sido así. Ha faltado una elemental diligencia política y judicial y, en ocasiones, ha sobrado una hostilidad policial de parte de los herederos de los criminales de la guerra, como bien saben los familiares de las víctimas que durante años han buscado a los suyos contra viento y marea sociales, judiciales, políticas y policiales. Los reconocimientos han sido tan tardíos que casi llaman la atención sólo por eso. A este estado de cosas quiso poner fin el juez Garzón, pero no le dejaron, lo que viene a demostrar que todavía hay quien está empeñado en que ese pasado que nos atañe no se escudriñe, no se resuelva en una comisión de Verdad. Esa trinchera es una seña de identidad de una clase y de una casta política. Forma parte de una ideología: la del pozo como horizonte.