AUNQUE todo forma parte de un proceso histórico más amplio, es en estos últimos 20 años cuando se han creado las condiciones ideales para la expansión a lo largo y ancho del planeta de la agricultura intensiva y de un sistema alimentario globalizado, paradójicamente responsable del empobrecimiento de las áreas rurales, el aumento del hambre y el calentamiento del planeta, afectando de especial manera a las mujeres.

En pleno siglo XXI casi 1.200 millones de personas pasan hambre, de ellas el 75% son población campesina, y quienes mas la sufren son las mujeres y las niñas. Pero éste no es un problema de disponibilidad de alimentos, sino de voluntad política e intereses económicos. En la actual época de crisis alimentaria, mientras se daban las mayores cosechas de la historia, los precios de los alimentos subían de forma dramática condenando al hambre a 100 millones de personas más. No deja de ser sorprendente que el aumento del índice de comida per capita en los últimos años (11%) haya sido porcentualmente igual al aumento del hambre en el mundo.

En este mismo periodo de crisis alimentaria, las transnacionales que comercian con semillas, transgénicos e insumos químicos destinados a la producción agrícola incrementaron de forma vertiginosa sus beneficios. Por otro lado, el 60% del cereal producido en el mundo -principalmente en países del Sur- es destinado a alimentar la ganadería industrial en lejanas granjas europeas o norteamericanas. El otro destino estrella de los monocultivos es la producción de biodiésel para alimentar nuestros vehículos bajo supuestas bases ecológicas.

Mientras el sistema alimentario industrial siga descartando la mitad de la comida producida por no ajustarse a las condiciones del mercado; mientras el pequeño campesinado siga perdiendo tierra a favor de la agricultura industrial; mientras sea más importante alimentar coches que personas; y mientras la especulación bursátil haga subir artificialmente el precio de los granos básicos, uno de cada seis seres humanos seguirá pasando hambre.

La alimentación debiera ser un derecho humano, pero se la está tratando sin ningún escrúpulo como un bien de consumo más, provocando hambre, incomprensiblemente, entre quienes producen los alimentos, y de forma más grave sobre las campesinas de todo el mundo.

Las comodidades del mundo occidental en lo que a alimentación se refiere responden a unos determinados modelos de vida y consumo funcionales al sistema (individualismo, falta de tiempo, alejamiento del ámbito rural, concentración de servicios en grandes superficies, búsqueda de la felicidad en el consumo) y que ocultan la explotación de la naturaleza y de las mujeres en todo el planeta.

En el caso de las mujeres, al igual que en otras esferas de la vida, sus aportes económicos, teóricos y relacionales han sido despreciados e invisibilizados aun cuando son ellas las inventoras de la agricultura y las que hoy día producen el 70% de la alimentación familiar en los países en desarrollo y el 50% a nivel planetario (FAO). Son las guardianas de las semillas y transmisoras de los saberes ancestrales sobre producción y usos culinarios y medicinales de las plantas.

Las mujeres realizan dos tercios del trabajo mundial y ganan la décima parte de lo que perciben los hombres (PNUD). En lo que se refiere a recursos productivos sólo son dueñas del 1,8% de la tierra y apenas tienen acceso al crédito.

El mundo rural es un ámbito especialmente patriarcal y machista donde la familia convencional es considerada la más apropiada como marco práctico de sobrevivencia de la agricultura familiar. Bajo este esquema de convivencia, las mujeres asumen las tareas reproductivas y de cuidados en un entorno donde los servicios sociales son muy escasos comparado con el área urbana. Por otra parte, su trabajo agroproductivo queda infravalorado o invisibilizado como ayuda familiar, con lo que, en caso de haberlos, quedan marginadas de los derechos sociales derivados del empleo. Esta situación, aunque con diferencias, se da tanto en el Norte como en el Sur. El movimiento feminista y de mujeres está abriéndose un espacio en el mundo rural, creando conciencia en las mujeres de su condición y posición subordinada y acompañándolas en el reconocimiento y ejercicio de sus derechos.

Por otro lado, la sociedad occidental considera al ser humano con derecho de hacer uso de la naturaleza en su propio beneficio a cualquier precio y sin conciencia de la finitud del planeta que nos acoge.

Desde Occidente, en las últimas décadas, los grupos ecologistas, y en especial desde el ecologismo social, se ha cuestionado al sistema como depredador de recursos naturales no renovables que genera además profundas injusticias y brechas sociales entre Norte y Sur. A su vez, el campesinado tradicional lucha por resistir frente a los agronegocios practicando una agricultura familiar a pequeña escala poco dependiente de insumos externos y respetuosa con el medio ambiente.

La soberanía alimentaria, con sus planteamientos agroecológicos, sociales y de equidad de género, surge como un concepto político con potencialidad para aglutinar movimientos sociales diversos como el movimiento ecologista, el movimiento campesino, el movimiento indígena y el movimiento feminista, bien por su vinculación con mujeres rurales organizadas, bien dentro de la corriente del ecofeminismo.

A menudo, los movimientos sociales vivimos y luchamos fragmentados, incluso enfrentados, concentrándonos en nuestras propias particularidades y demandas, pero nos falta una visión integral del mundo y tipo de sociedades a las que aspiramos. Es cierto que cada sujeto político sufre una forma particular de opresión, pero compartimos opresores comunes. Por eso tenemos que caminar hacia la recuperación de la integralidad, sin eliminar o invisibilizar las particularidades.

Debemos buscar soluciones solidarias y colectivas. Seguir luchando por nuestras demandas concretas, pero sin perder de vista que formamos parte de una lucha mayor. Hacer crítica pero también autocrítica. Mantener una perspectiva local conectada a lo global y apostar por la formación política. Pero, sobre todo, debemos buscar la articulación y el necesario diálogo entre movimientos.

Por ello, defendemos que a pesar de sus diferencias, todos estos movimientos sociales comparten una intención, la lucha por una vida digna donde las personas seamos el centro. Un nuevo modelo económico y social basado en una relación no instrumental con la Tierra y con las personas. Compartir esta intención con todas las personas y con las futuras generaciones implica aprender a vivir con criterios de austeridad; practicar nuevas formas de relación entre quien produce y quien consume; reconocernos no como propietarias de la naturaleza, sino como dependientes de ella; hacernos conscientes de que somos socialmente dependientes de otros seres humanos, que necesitamos recibir cuidados y que todas y todos somos responsables de prodigar cuidados a otras personas y a la naturaleza; y que vivir esta reciprocidad significa amar la vida, ésa que merece la pena ser vivida. Como decía Benedetti: "¿Qué pasaría si un día despertamos dándonos cuenta de que somos mayoría?".