algunos edificios modernos, como los obeliscos o los arcos del triunfo en la cultura clásica, siguen teniendo mucho de símbolo o de icono, con independencia de su utilidad e incluso aunque estuvieran vacíos por dentro. El Grand Palais parisino fue un ambicioso proyecto que se levantó entre el Sena y los Champs Elysées con el grandilocuente lema de Monument consacré par la République à la gloire de l'art français y construido con la excusa de la Exposición Universal de 1900. Pero durante los mil y pico años posteriores se ha venido utilizando para los más variopintos usos que puedan imaginar -entre arte, máquinas, conciertos y hasta exhibiciones hípicas-, sin tener demasiado claro a qué se podía dedicar exactamente aquel imponente palacio. Vitoria nunca osaría a compararse con París, pero su flamante condición de European Green Capital le permite hacer sus pinitos. También ha ideado su gran palacio en la plaza de Euskaltzaindia, revestido de un vistoso envoltorio y con vocación multiusos para la ciudad, pero regido por un José Ramón Villar en el papel de príncipe destronado que no sabe exactamente qué hacer con semejante alcázar de cultura, business, ocio y qué se yo cuántas virtualidades más, entre excelencias acústicas, cines, restaurantes y congresos con los que sus propagandistas asesores se afanan en revestir el edificio prometido. Por cierto, después de una costosa y prolongada restauración acometida en los años noventa, el Gran Palais de París sirve ahora de privilegiada sede para acoger cumbres de jefes de Estado y de gobierno.