El sistema de retribución en los cargos públicos ha creado una artificial clase política, con multitud de efectos negativos para una democracia real. En primer lugar, se aspira a ejercer la política por razones espurias como el enriquecimiento personal y los privilegios derivados de ocupar un puesto que debiera ser de servicio a la comunidad. En segundo lugar, y sin agotar los males inducidos, los partidos se financian (para crear aparatos y liberados que resultan obstaculizantes de la democracia interna) con un porcentaje que detraen de sus políticos con sueldos superiores a lo que se merecen.
Para regenerar la política y cribar a quienes se dedican a ello por motivos crematísticos, el salario justo de quienes ocupen cargos de designación debiera ser exactamente el promedio que mantuvieron en los años previos fuera de la política. Se haría un cálculo de los últimos cinco o diez años anteriores, corregido el IPC, y ganarían eso y sólo eso durante su período político, como los liberados sindicales. En el caso de personas muy ricas, se limitaría a un tope algo superior al de los funcionarios del máximo nivel de la Administración en cuestión. La política debe ser una vocación de servicio, y no un camino de lucro personal de quienes no encuentran otra vía. Así nadie olvidaría la clase social de la que procede y a la que debiera volver pasada una etapa coyuntural en la política. Con este sistema se evitaría la anomalía social de personas que solo se han dedicado a la política en toda su vida adulta, dado que cobrarían el equivalente a alguna beca previa. Nuestros parlamentos se llenarían de profesores, electricistas o de obreros y no de una élite que reniega de su pasado, sabiendo que el paso por la política les eleva a una categoría superior de por vida con ventajas incluso durante su jubilación.