Hemos convertido la vida en un supermercado, donde todo se compra y se vende y se interconecta por lo que uno vale como objeto de deseo. Es catastrófico tener que vivir así, con el abecedario del lucro en los labios y de la ganancia a cualquier costo, sin poder conocer el valor de la donación. Lo cruel es que en esta tienda no se distribuyen los recursos al servicio de la vida y el desarrollo; en todo caso, más bien al servicio de la destrucción de la persona. El fraude, la trampa, la imposición, todos ellos son productos que ahí están, muchas veces justificándose, para el mayor provecho y el mayor poder.

Lo que nunca suele encontrarse en este local de negocios, es el artículo de la ética, que es el único que puede frenar el consumismo, el despilfarro, la dilapidación y otras artimañas contrarias al bien común.

El más boyante el supermercado del sexo publicita modelos de vida que son contrarios a la naturaleza más profunda del ser humano, pero que no entran en crisis. La demanda de la pornografía es tal que el negocio está asegurado y es un mercado que sigue creciendo como la espuma. Todo este cúmulo de despropósitos generan verdaderos desatinos. Lo cierto es que estamos rodeados por mil supermercados del vicio y, por consiguiente, tenemos muchos amos que nos dominan a su antojo, restándonos la libertad que precisamos para poder ser nosotros mismos. ¿Podemos dejar que esta sociedad enviciada nos venza, nos avasalle y nos mercadee a su manera?

Someterse a un supermercado de ofensas es despreciable. La vida no se ha hecho para mercadearla, sino para vivirla, sabiendo que cada día es un pequeño sorbo de fortaleza. Cerremos, pues, todas las tiendas que no consideran al ser humano como una persona que precisa de la atención de todos.