ESTOS últimos días han surgido diversos comentarios a las propuestas y opiniones sobre el centro cultural Montehermoso que he hecho públicas como concejala del PNV. Su atenta lectura me lleva a una serie de reflexiones. En primer lugar, me alegro sinceramente de los comentarios suscitados ya que se constata que hay personas dispuestas a debatir sobre cuestiones de política cultural y el debate siempre es enriquecedor frente a la aceptación ciega. Son opiniones dignas del mayor de los respetos. No admito, eso sí, que se me acuse de electoralismo. De Montehermoso vengo hablando en anteriores artículos e intervenciones ante la comisión de Cultura, por no hablar de las sucesivas solicitudes de información que he planteado al respecto. Para nada se trata de una cuestión que trate de airear ahora.

En su momento nos pidieron reiteradamente actos de fe y por ello nos marcamos un plazo de espera y análisis durante casi dos años. Montehermoso necesitaba esta actitud como proyecto enmarcado en lo que se denomina cultura lenta. Eso no significa que renunciemos a nuestra obligación de fiscalizar políticas municipales. Existe un plan de centro para Montehermoso, un documento que ya cumple más de tres años y sobre el que solicitamos recientemente una evaluación. ¿Tan extraña parece esta demanda y tanto puede soliviantar?

Cuando alguien se pone nervioso por el simple hecho de dar explicaciones, algo quiere ocultar. A esta dinámica no debe tenérsele miedo pues, al fin y al cabo, lejos de intereses individuales o partidistas, todos y todas queremos lo mejor para esta ciudad. Si a cada solicitud de evaluación de la que esperamos un análisis certero se responde con vaguedades e imprecisiones, lo que podemos suponer es que nuestras percepciones son más acertadas de lo que nos gustaría. Cuando reclamamos una radiografía del programa cultural desarrollado hasta ahora no se nos puede presentar un simple listado de actividades y una serie de descalificaciones. No debe tenerse miedo a evaluar, contar y medir.

Se nos reprocha el interés por medir el impacto social de una inversión económica de cerca de cuatro millones de euros en los dos últimos años. Para algunos queda "poco elegante". Pero es que, especialmente con los tiempos que corren, hablar de cómo se gasta el dinero público es una obligación. En lo cultural, como en cualquier otro ámbito. Si las apuestas son privadas, nada que decir. Si, por el contrario, son públicos los fondos que financian este centro cultural, es mi derecho como ciudadana y mi responsabilidad como representante política conocer la eficiencia y rentabilidad social de este gasto.

En este sentido, no puedo callar ni dejar de proponer vías de mejora sin necesidad de abandonar la senda de la cultura contemporánea, aunque alguien se sienta aludido e incluso demuestre su incomodidad. En el trabajo político como en la vida, todos tenemos que ser coherentes con lo que pensamos. A alguien puede parecerle que discrepar en ciertos asuntos o no estar de acuerdo significa no ser moderno o, aun peor, ser antiguo. Pienso que cuando personas o grupos juzgan a los demás con tal simplistas planteamientos dan síntomas de papanatismo feroz. Del mismo modo, dogmatizar que para ser moderno deben aceptarse sin pestañear determinadas conclusiones es cuando menos de un reduccionismo insultante.

El alcalde Patxi Lazcoz ha considerado zafio hablar de gastos cuando de cultura se está discutiendo. Es cierto que debemos sostener gastos y políticas deficitarias por un principio básico de solidaridad social. En este sentido, nadie cuestiona el mantenimiento de ciertos servicios como el transporte, la sanidad, la educación o la atención a determinados colectivos prioritarios. Nadie cuestiona estas políticas pero se sostienen sólo si los correspondientes análisis determinan que su necesidad está contrastada. Deben racionalizarse los gastos porque mucha gente suda tinta para pagar sus impuestos.

Los números explican muchas cosas al tiempo que dan claves para trazar estrategias de futuro. No pueden ser el criterio único, pero sí un criterio determinante, lo mismo a la hora de afrontar una inversión de fondos públicos que, por ejemplo, cuando queremos medir la satisfacción de la ciudadanía ante determinada actuación. En tal sentido los números, con ser tan tercos, son un parámetro útil para distintas valoraciones.

En definitiva, pienso que urge repensar el diseño global de la política cultural de esta ciudad. Debe buscarse la mejor de las utilizaciones para cada una de las magnificas infraestructuras y herramientas con que cuenta el Ayuntamiento. Los retos que a corto plazo se nos van a presentar deben cogernos preparados. Los roles quizá deban ser ajustados, las estrategias coordinadas. Ello exigirá un trabajo en común donde el debate sereno y los análisis equilibrados sirvan para dar respuesta a las necesidades de la sociedad que las costea.