NO recuerdo el título de la película, pero sí que era de esas de un humor bobalicón. El protagonista, es un tipo de simpleza mayúscula a medio camino entre Mr. Bean y los perdedores entrañables que interpreta habitualmente el cómico Adam Sandler, conduce su vehículo hasta un semáforo. En él, opta por pasar el tiempo hurgándose la nariz hasta que ocurre lo inevitable: el semáforo se pone en verde y el héroe no sabe cómo deshacerse del pringoso resultado de su pesca. A partir de ahí, les evito una explicación más plástica, pero la pugna dura varios minutos de película y tiene mal final. Uno peca de hallarle estas similitudes tontas a lo que viene marcando la actualidad política e informativa y, en este caso, el asunto de Sortu me ha recordado esa espiral en la que el problema se lo puede uno ir cambiando de dedo, pero no acaba de librarse de él.
La decisión de la Sala del 61 del Tribunal Supremo sólo va a suponer que la mano de la Justicia se pase el incómodo inquilino al dedo del Constitucional. El grado de incomodidad que va a generar se mide en el grado de división que ya ha provocado la decisión entre los magistrados del Supremo. Nueve a siete a favor de la ilegalización no libera al tribunal del coste interno de la misma pero sirve para pringar al Constitucional. Y este tendrá ahora que elegir entre volver a desacreditar la decisión del Tribunal Supremo o pasar a su vez el pegote al Europeo de Derechos Humanos.
Y digo volver a desacreditar porque la doctrina aplicada en esta sentencia ya la desmontó dos veces el Constitucional en 2003 y en 2009. La primera vez, con motivo de las agrupaciones de electores que la Sala del 61 anuló y el Constitucional autorizó; la segunda, con la experiencia de Iniciativa Internacionalista. Dos toques de atención que algunos magistrados parecen no haber percibido mientras que otros, hartos de exhibir las orejas rojas, sí parecen haber tomado nota de la jurisprudencia sobre la concurrencia de indicios de la que hoy está libre Sortu como antes lo estuvieron las otras iniciativas legalizadas por el Tribunal Constitucional.
En todo caso, lo que se ha consolidado es un ruido de fondo permanente que está marcando la aproximación a la campaña electoral y que está siendo alimentado con filtraciones de presuntas actas de ETA en el último proceso de paz (hace cuatro años), vídeos de confesiones de planes para "secuestrar y ejecutar" a un concejal del PSE (hace tres años) o las novedades del caso Faisán (hace cinco años). Las primeras confirman un diálogo que intuíamos y que ETA dilapidó; el segundo, una voluntad criminal y homicida de la banda que tampoco es novedad; las terceras, el filo de la navaja en el que se mueve todo diálogo con ETA y los riesgos que asume quien lo entabla.
Pero en conjunto son ruido. Y sirven para asentar el debate en torno a un escenario de hace unos años, que no es el de hoy y en torno a los intereses de quienes no tienen nada que perder porque les da la publicidad gratuita de sus siglas y quienes tienen mucho que ganar con su teoría de la cuarentena política.
Sortu, Bildu, un híbrido de ambas o una alternativa a cada una de ellas va a estar en las elecciones. Esto supone que a esa formulación política, tenga el nombre que tenga, habrá que examinarla, como al resto de partidos, en términos de soluciones, de propuestas, de iniciativas y de modelos de gestión. La comodidad de no tener que construir un discurso de fórmulas para afrontar las necesidades del ciudadano a través de sus instituciones no nos la podemos consentir como país ni para la izquierda abertzale radical ni para la derecha española nacionalista ni para el abanico de formulaciones que abarca el espacio político entre una y otra.
Afrontamos el riesgo real de acercarnos a elegir a nuestros representantes sin conocer un debate explícito sobre las respuestas a los problemas reales. Sobre el entramado económico, social, educativo, fiscal, sanitario, habitacional o cultural con el que afrontar desde nuestras instituciones el momento presente y el futuro. Estamos obligados a comparar fórmulas para resolver las carencias de los servicios públicos, para la mejora de las condiciones ambientales, las prestaciones sanitarias de proximidad en nuestros municipios, la asistencia a nuestros mayores, la educación de nuestros hijos o la formación orientada al empleo y la calidad del mismo. Pero todas estas cuestiones parecen menores en las estrategias electorales porque, al menos por el momento, no son el eje del vocerío político.
Pese a la proximidad de las elecciones municipales y forales, ya estamos girando en torno a dónde acabará pegado el molesto fluido y no en quién es el mejor conductor y cuál es la carretera más apropiada para llevar las instituciones vascas más cercanas al ciudadano. El debate de la credibilidad de los proyectos políticos es muy razonable en términos políticos, pero debe depositarse en el ciudadano a través de las urnas y no sustituirlo por criterios falsamente jurídicos. No se trata de sobredimensionar expectativas ni de hacer borrón y cuenta nueva. Se trata de que quien hoy cumple la ley debe pasar al estadio siguiente: el juicio ciudadano de las urnas. Lo demás es enredar con intenciones no siempre limpias y resultados distorsionadores de las prioridades de los ciudadanos.
Porque la legalización de Sortu no nos va a sacar de la crisis ni va a resolver por sí sola los problemas que nos atosigan. Pero su ilegalización sirve en Euskadi para dar a este problema en concreto una dimensión que tapa todo lo demás y facilita posiciones de comodidad en quienes huyen de un debate de respuestas concretas a problemas concretos. Y eso es un desastre. Porque, como supondrán, el protagonista de la película que les relataba al principio, enredado en su pugna escatológica, acabó estrellado contra un muro. Y cuando fueron a rescatarle los bomberos, magullado y dentro del coche destrozado, aún seguía cambiándoselo de dedo.