Podíamos afirmar que entre los afiliados a EA, entre los simpatizantes y todo ese entramado que suponía su base social había distintas sensibilidades, era obvio. Algunos seguían estando ideológicamente más cerca del PNV, es decir, más dentro de planteamientos netamente nacionalistas pero pragmáticos y atemperados; más obligados a "intuir" la idoneidad de las coyunturas con las menores fracturas sociales posibles. Pero otros, quizá muchos de la "siguiente hornada generacional" de EA, estaban más cerca del polo soberanista y de su normalización institucional y política en la CAV y Nafarroa, esencialmente porque era la expresión de una realidad social que no debía de ser desvirtuada. Y para que este ingenio de navegación no se dejara llevar por los vientos de unos intereses especulativos y partidistas de corto plazo, para que tuviera la mejor tabulación a efectos de inventario, consideraban imprescindible la unidad de acción de todas las siglas y de las bases sociales a bordo del mismo barco.

Por encima de estas sensibilidades de EA -que reduzco a dos en un intento por simplificar la situación- había una "entente" desde la cual ambas podían progresar responsablemente unidas. Esta inteligencia, esta causa común era de alguna manera el fin de ETA, el fin de la y de las violencias. Éramos legión quienes creíamos que este fin era parte definitoria de la segunda transición que se avecinaba, es decir, que parte esencial de su ser debía ser el "no ser" de ETA.

Esa ruptura con el pasado, esa nueva realidad asentada sobre los derechos humanos y de los pueblos -sin silencios añadidos, sin complicidades, sin ficciones exculpatorias- no tenía vigencia con los referentes de una tregua verificable, esto es, presente en forma de "comunicados". Todo el flujo ideológico que se vislumbraba y, ¡cómo no!, toda la impronta sentimental de la nueva situación necesitaba fuerza para esa ruptura porque necesitaba de la fuerza liberada por ella.