toda tragedia tiene unas consecuencias globales que son las que más preocupan a la Humanidad. Por ejemplo, lo que más nos importa a los que no somos japoneses, o sea a la mayoría, es si las radiaciones que se están escapando de Fukushima se contentarán con machacar a los nipones o si finalmente nos veremos contaminados los demás. Pero todo acontecimiento se compone de pequeñas historias que son, una vez superado el gran shock de los miles de muertos, las que nos emocionan y nos hacen reflexionar sobre nuestro destino y el de la sociedad que estamos construyendo. Ahora mismo, lo que más me llama la atención de este terremoto, tsunami y reventón nuclear es la figura de los liquidadores, también denominados samurais nucleares. Son 300 personas recluidas en la averiada central con la misión de limpiar los residuos y evitar que explote definitivamente. Según va desvelando la prensa japonesa e internacional, no tienen suficiente comida ni agua, tampoco el equipo adecuado para medir y protegerse de la radiación. Su misión es altruista y heroica, pero serán olvidados muy pronto, bien porque tengan éxito y ya no nos importe la nube tóxica, bien porque fracasen y al final la radiactividad se extienda a unos cuantos países más allá de Japón. Muchos de ellos no tienen la formación adecuada y ya todos ellos se sienten abandonados por los que les encomendaron la insigne misión de proteger a su país y al mundo. Un dato: casi ninguno de los liquidadores que trataron de minimizar los daños de Chernóbyl sigue vivo hoy, sólo 25 años después.
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