LIBIA entró en la historia moderna una buena mañana de septiembre de 1911. Hasta esa fecha, pobre y poco poblada, había permanecido bajo el control más o menos nominal del sultán otomano, como un último jirón de un imperio que cien años atrás se había extendido por todo el norte de África. Un territorio tan mísero, pese a su enorme extensión, que ni siquiera había captado el interés de las grandes potencias coloniales europeas cuando optaron por repartirse el continente en la Conferencia de Berlín de 1884.

Sin embargo, Italia, demasiado cercana como para ver en esas tierras una interesante base a la que enviar a sus excedentes de población aunque demasiado débil como para exigir al resto de potencias que se las concediesen, decidió aquella mañana de septiembre arrebatárselas por las armas a los otomanos, demasiado alejados como para poder defenderlas y aún más débiles que ellos si cabe. Al cabo de un año los otomanos aceptarían su derrota con resignación. Era la primera vez que los libios cambiaban de amos durante el siglo XX.

Italia permaneció en Libia hasta casi el final de la Segunda Guerra Mundial. La hubiesen perdido al principio de la misma, y de hecho a punto estuvieron, pero el envío por parte de Hitler de Rommel y sus Afrika Korps obligó a los británicos a ganarse a pulso cada metro de tierra libia. Tras esto, pasó a un segundo plano, quedando su control repartido entre franceses e ingleses. De nuevo los libios veían impotentes cómo unos nuevos amos llegaban a sus desérticas tierras.

Con la Guerra Fría, Libia saltó de nuevo a escena. Algo había que hacer con ella y al final se decidió convertirla en un reino independiente, convirtiéndose así en la primera nación africana que accedía a su plena soberanía. Para el trono se eligió a un estrecho colaborador de los aliados durante la guerra: el emir de la Cirenaica, Sidi Idris al-Senussi. Era el 1 de enero de 1952. Esta vez el nuevo amo era libio, aunque sus paisanos poco habían podido opinar sobre su elección.

Su reinado no duró gran cosa, pues el 1 de septiembre de 1969 fue depuesto por un grupo de militares comandados por un oficial de 27 años llamado Mu"Ammar al Qadhdhafi, Gadafi. Dejaba un país con un enorme índice de analfabetismo entre los autóctonos libios -que habían de ver cómo la minoría urbana de origen europeo, más culta, acaparaba los mejores trabajos y cargos- y unos inmensos yacimientos petrolíferos descubiertos a mediados de los 50.

Una vez más cambiaban los libios de amo y una vez más todo se cocinaba entre unos pocos que, durante cuatro décadas, a penas les han dejado ver -y menos opinar- cómo Gadafi pasaba de flirtear con los terroristas árabes a obtener el perdón de la ONU e incluso convertirse en un adalid de la lucha contra la red Al Qaeda, o de ser un amigo de la URSS a serlo de Occidente.

Un jalón muy agitado para una historia no menos agitada que ha mantenido una continua constante, al menos hasta hace unas semanas: a una noche de tiranía siempre le seguía otra noche más. Canta un poema árabe que los sueños de la noche son los hilos con los que tejemos los trajes del día. ¿Qué traje puede quedar cuando se sueña durante tanto tiempo con la libertad?