EL japonés es una persona en constante mirada hacia adentro, un introspectivo que se mira a sí mismo y a los otros desde su intimidad. Pero tanto introspección como intimidad no son antípodas de humanismo o de interés por el prójimo. Es la imagen familiar de su sonrisa perenne la que asoma y se muestra al exterior, y es que el japonés tiene como norma filosófica durante la vida esta sabia reflexión: "Todos tienen derecho a tu sonrisa, pero no a tus lágrimas".

Los japoneses están soportando con estoicismo y una dignidad sin igual "el mayor desastre después de la II Guerra Mundial", en frase de su primer ministro Naoto Kan, pero al mismo tiempo que soportan su dolor y las consecuencias del impacto doble del seísmo y del tsunami, están dando al mundo la imagen más admirable de su civismo y señorío ante la magnitud de la tragedia. Estos días en que la conmoción y la solidaridad envuelven a los japoneses desde todos los rincones del mundo y esa solidaridad se transforma en ayuda, los analistas y periodistas que se acercan a recibir información de la tragedia constatan que Tokyo, la megápolis de 30 millones de habitantes, es una ciudad tranquila que no se ha convertido en un gran caos. Sus habitantes van al trabajo cada mañana con normalidad y que los servicios, tras el terremoto, se han normalizado gracias a la profesionalidad y seriedad de los responsables.

El japonés, tan curtido en terremotos, no pierde la serenidad aun en grandes desafíos o calamidades. Ha sido el emperador Akihito el que se ha dirigido a su pueblo y ha dicho a todos los japoneses que no se den por vencidos. Cuando en el resto del mundo la alarma ha alcanzado las más altas cotas por las reiteradas fugas radiactivas de la central de Fukushima, y un comisario de energía atómica alemán utiliza la palabra bíblica apocalipsis para referirse a este otro problema tan grave, el japonés sabe, porque está informado, el peligro que se cierne desde esa central hacia Tokyo y otras poblaciones, pero sigue confiando en sus expertos que se esfuerzan por controlar las fugas y dar tranquilidad a todos.

El milagro japonés, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando tras la destrucción de Hiroshima y Nagasaki quedaron afectados tantos miles de japoneses por la explosión de la bomba atómica, el japonés comprendió que su emperador era tan mortal como ellos, pudo superar el gran trauma de su derrota con mayor dedicación al trabajo y a levantar a su pueblo. El padre Arrupe, que ejerció como médico en aquel desastre, comprendió y admiró el talante de sufridor callado de los japoneses y su saber remontar tamaña desgracia.

Si este terremoto y tsunami han sepultado pueblos enteros y ha destruido casi por completo una ciudad como Sendai, de un millón de habitantes y los muertos, hasta el momento, suman unos 14.000, estos datos estadísticos en otro contexto o en otro país serían motivo para pensar que ese país no repararía tanta destrucción en muchos años y no sin la ayuda exterior. En este país del sol naciente, donde tanto el dolor como la alegría se envuelven en una sonrisa, el japonés rinde culto a la vida propia y a la de los demás entregándose a la tarea de reconstruir el país con su trabajo.

Las imágenes que vamos recibiendo desde Japón son más muestras de destrucción y de peligros serios, como los de la radiactividad, pero al oír las impresiones directas de cómo se desarrolla en Japón la vida después del cataclismo, he podido apreciar que hay resortes de una fuerza espiritual tremenda que sale del interior de cada japonés y que garantiza lo que le pide su emperador: no darse por vencidos. Es un hecho que se ha reducido el consumo hasta el máximo, y que los mismos conductores hacen colas en las gasolineras para repostar, y que en los supermercados se compra con moderación, sobre todo los alimentos básicos.

En esta hora del apocalipsis para los europeos como el ministro alemán y de paciencia para los japoneses, la lección que está dando al mundo la ciudadanía japonesa es de una gran dignidad y un saber estar y esperar en medio de este desastre histórico. Y todo esto porque el japonés quiere compartir el dolor y excluir la rebeldía como actitud menos digna.