ISLANDIA, una nación relativamente pequeña y poco poblada -para hacernos una idea, aunque es 30 veces mayor que Araba, cuenta con su misma población- fue la protagonista de la primera gran bancarrota de la actual crisis económica global. Durante semanas su caso acaparó decenas de portadas y fue presentado como un ejemplo de todo lo que se había hecho mal en los años de bonanza económica anteriores.

Y es que, si bien Islandia no tenía gran cosa que exportar, contaba con una baza a su favor en aquellos tiempos de grandes movimientos de capital: unos banqueros que se movían con verdadera soltura en el mundillo de los tiburones financieros. Durante casi una década, los bancos islandeses se dedicaron a pedir dinero a cambio de la promesa de enormes beneficios que se pagaban con el dinero obtenido de nuevos créditos firmados a cambio de la misma promesa.

Hasta que llegó la crisis de Lehman Brothers por algo parecido, y con ella el pánico a los mercados. Los inversores quisieron recuperar su dinero y lo quisieron ya. De esta manera, los bancos islandeses no sólo se encontraron con que no podían pagar sus deudas, sino que ni siquiera había nadie dispuesto a refinanciárselas para darles algo más de tiempo. Era la bancarrota, y con ella la desesperación para un sinfín de inversores que habían creído en sus cantos de sirena. Muchos de estos, por cierto, municipios del Reino Unido e inversores de los Países Bajos.

De la noche a la mañana, el Estado islandés se vio envuelto en un grave problema internacional que sólo le dejaba la salida de intervenir sus bancos, nacionalizándolos. Y con ellos, sus deudas, incluidas las que tenían con británicos y holandeses, pasando todas a ser responsabilidad de los contribuyentes islandeses.

Los meses siguientes fueron de auténtica pesadilla. Mientras negociaban el pago de su enorme deuda y solicitaban ayudas al FMI, el modelo social islandés se disolvía en medio de la crisis y ante las protestas de una ciudadanía que no entendía por qué ellos debían pagar los platos rotos. Y ni siquiera la dimisión en bloque del gobierno conservador y la elección de uno nuevo de izquierdas sirvió para frenar esta dinámica.

Hasta este momento, podemos decir que el caso islandés no difiere mucho de otros como el de Irlanda; sin embargo, a partir de marzo de 2010 empezaron a darse una serie de pasos realmente originales. El Gobierno, que había logrado refinanciar su deuda con británicos y holandeses, quedando en pagársela en un plazo de 15 años y con un interés del 5%, hubo de someter este acuerdo a referéndum. Y la opinión del electorado fue un rotundo no. Con lo que, ante el asombro general, pese a las amenazas británicas y pese a la opinión de su Gobierno, todos los acuerdos se fueron al traste. Pero lo más asombroso fue que, ante este hecho consumado, los pragmáticos acreedores renegociaron las condiciones de la devolución, ofreciendo un acuerdo que rebajaba a un 3% los intereses y elevaba a 37 años el pago de la deuda.

Islandia sigue siendo una caja de sorpresas: el pasado mes de febrero, su presidente -y pese a reconocer que se trataba de un gran acuerdo-, viendo que el Parlamento lo había aprobado por un estrecho margen, decidió no sancionarlo y llamar de nuevo a referéndum para que sea el conjunto de los islandeses el que tenga la última palabra. Una palabra que, en todo caso, distará mucho del obligado paga-y-calla al que nos someten en otras latitudes.