NUEVAS formas, nuevas políticas y nuevas lógicas están siendo introducidas en la gestión de lo social, ese espacio en el que confluyen, entre otros, los problemas y las situaciones relacionadas con el desempleo, la precariedad, la exclusión social o la pobreza de la ciudadanía. La crisis económica está influyendo no solo en los bolsillos de los que más la padecen, esos casi nueve millones de personas en todo el reino de España, también está influyendo en la manera de nombrar y pensar los problemas sociales. Por otro lado, también está definiendo los discursos del poder y las políticas y prácticas de intervención de los profesionales de los servicios sociales y de empleo, los psicólogos y educadores sociales y otras profesiones relacionadas directamente con el bienestar de las personas.

No solo la crisis ha cambiado o remodulado el discurso sobre la pobreza, el desempleo, la precariedad o la exclusión social. También el discurso político y económico, que justifica la crisis y la reproduce, ha creado un nuevo sujeto social perfectamente adaptado a esta nueva situación. Un sujeto que, además de padecer una grave crisis de individualidad, ahora se autoinculpa de su situación personal y social. Ahora este sujeto tiene una noción de sí mismo y de su experiencia vital moralmente censurable. Obsérvese al desempleado o el cliente de los servicios sociales que acude a ellos para solicitar un subsidio o prestación económica. No solo evidencia una situación de precariedad o exclusión social, consecuencia de una estructura social desigual que raramente es observada o identificada por los profesionales que le atienden, incorpora además un juicio moral sobre sí mismo y así es evaluado.

La crisis económica ha agudizado la individualización de las conductas hasta el paroxismo, pero no como un profiláctico ante la misma al estilo del sálvese quien pueda, que también, sino como herramienta del poder. Y esto tiene que ver con el concepto denominado gobierno de las voluntades, que vendría a ser algo así como las prácticas y los discursos centrados en el control de las conductas y los pensamientos de la gente con el objeto de conseguir que la propia ocupación y la propia manera de estar en el mundo y enfrentar la realidad, por dura que sea, refuerce el control del Estado, exculpe a éste de toda responsabilidad y justifique la inviabilidad natural de alterar el orden de las cosas.

Y es que desde principios de este siglo se ha producido una deriva conceptual -iniciada en los años 90- de las políticas del bienestar social. Si hubo un tiempo en que el riesgo social era asumido por el Estado, con la obligación de proteger a los sujetos como consecuencia de las tensiones generadas por las leyes desiguales del mercado y las contradicciones de las estructuras económicas y laborales; hoy la adversidad, la falta de trabajo, la vulnerabilidad y la pobreza se viven y conciben como aspectos particulares, fruto de la negligencia personal y de la falta de previsión muy ligada a la voluntad personal, voluntad que es evaluada por servicios de empleo y servicios sociales como elemento de trueque para acceso a prestaciones económicas o técnicas.

En este nuevo contexto la cuestión del riesgo o de la vulnerabilidad social se plantea más en términos morales y particulares que políticos o sociales. Se proyecta así un estado social mermado estructuralmente y con una clara tendencia privatizadora que se reconvierte en terapéutico y fiscalizador con sus clientes más débiles, quienes banalizan o normalizan su propia adversidad. En este entorno las nuevas políticas sociales, especialmente las políticas pasivas de empleo y las políticas en materia de intervención social desplegadas por el sistema de los servicios sociales arremeten, en su versión más populista, contra la dependencia e institucionalización del Estado Social del Bienestar como si de una nueva patología moral se tratara. Y son los orientadores de empleo y los trabajadores sociales, entre otras profesiones, los encargados de dirigir esta cruzada. Porque desde estos sistemas se reclama la incentivación del sujeto independiente y competitivo, olvidando que éste está muy delimitado por las relaciones de interdependencia socioeconómica, las cuales explican su vulnerabilidad y precariedad. Y es que de lo que trata ahora el Estado higiénico terapéutico es de preparar a los sujetos, a través de la habilitación de diversas destrezas, para transitar mejor instruidos por el extenuante camino de la precariedad. Se insiste en el fomento de la autonomía del sujeto mediante cursos de habilidades socio personales, técnicas de capacitación, itinerarios personalizados o planes personificados de inserción que tratan de reforzar el empoderamiento personal. No obstante, estas dinámicas interiorizan guías de autoflexiguridad personal ineficaces ante la fuerte dependencia de un mercado laboral inaccesible y que no admite réplicas ni decisiones ajenas a él. Más aún, se anima y exige a los sujetos a ser autónomos en un mercado que se rige por leyes ajenas a los propios sujetos y al control de su propia voluntad de cambio. Se olvida así, en el discurso de la intervención social, las responsabilidades del Estado, la influencia de las estructuras, las responsabilidades de las empresas y las contradicciones y relaciones asimétricas del mercado, se olvida en definitiva el radical y necesario discurso político, ése que invisibiliza las actuales contradicciones e injusticias del poscapitalismo moderno asumidas como inapelables exigencias de la naturaleza.

Es así como la intervención social, desplegada por las profesiones sociales y psicosociales, técnicos laborales y otras profesiones relacionadas con la ayuda relacional, está sucumbiendo cuando no participando de esta estrategia neoliberal de incentivación de la individualidad y naturalización de la propia adversidad personal o social, de esta maniobra discursiva en la que procesos de desarraigo y vulnerabilidad de carácter fundamentalmente económico se normalizan y psicologizan de manera natural introduciendo en los mismos leyes de carácter inalterable. Es necesaria una redefinición del trabajo psicosocial, de la intervención social y del propio discurso que sustenta estas disciplinas, y que en los últimos años está contribuyendo a la despolitización de la realidad social en perjuicio de una excesiva politización del sujeto débil y empobrecido. Esto implica una necesaria reformulación del concepto de ciudadanía, en la actualidad concebida como un estatus que debe ser ganado a pulso más que un derecho inalienable del Estado emancipador generador de oportunidades igualitarias.