HACE cuatro meses, Internet convulsionó con unas imágenes del documental rodado con motivo del estreno de la película The Circus de Charles Chaplin. En ellas, se apreciaba a una mujer que movía los labios mientras sostenía un objeto cerca de su oreja. Un gesto que hoy todo el mundo hubiera interpretado como si estuviera conversando por un teléfono móvil. Sin embargo, las imágenes eran en blanco y negro y tenían esa velocidad acelerada típica del cine mudo. No se trataba de una toma manipulada, la escena había sido rodada en 1928. Las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales se vieron invadidos por especulaciones sobre el origen de aquella extraña grabación. Internet la transformó en una misteriosa viajera del tiempo, un espíritu que había volado desde nuestros días hasta los años 20. Afortunadamente, un diario neoyorquino impuso la sensatez planteando la verosímil hipótesis de que lo que llevaba pegado a su mejilla no era un teléfono sino un audífono de la época.

Nuestra hipoacúsica protagonista no pudo disfrutar de las innegables ventajas que ha aportado esta tecnología, pero tampoco se vio sometida a las amenazas que, para algunos grupos, supone la interacción de las ondas de radiofrecuencia con los tejidos humanos.

La telefonía móvil que, aunque nos sorprenda, comenzó su expansión hace solo 15 años, sobrepasa en la actualidad los 5.000 millones de contratos. Un crecimiento desmedido que no ha permitido a la siempre lenta ciencia realizar los ensayos necesarios para comprobar su seguridad. El último estudio se publicaba hace unos díasen la revista de la Asociación Médica Americana. Una moderna técnica de imagen permitía demostrar que la exposición duradera -50 minutos- a la radiación generada por un terminal telefónico era capaz de acelerar el consumo de glucosa (un 7%) en las regiones cerebrales próximas. Un resultado nada excepcional que servía de combustible para avivar el debate sobre la inocuidad de los campos electromagnéticos. La investigadora que lideraba el ensayo se apresuró a señalar que sus hallazgos no apuntaban a que los teléfonos móviles produjeran enfermedades neurológicas y menos cáncer, pero los titulares periodísticos y los comentarios en Internet no parecieron tener en cuenta sus palabras.

La notable presencia informativa de cualquier aspecto relacionado con la radiofrecuencia y la salud pone de manifiesto la gran preocupación social que suscita, y los medios de comunicación son conocedores de ello. Si su línea editorial carece de los filtros adecuados pueden acabar convirtiendo un descubrimiento de tan poca envergadura en un titular sensacionalista y definitivo que resuma todo el conocimiento científico sobre la materia: "Los teléfonos móviles alteran la actividad cerebral". Hablar de acelerar o aumentar la actividad cerebral hubiera sido más riguroso con los resultados pero mucho menos llamativo. Acabamos interiorizando esos titulares sensacionalistas y obviando las conclusiones de los miles de estudios que no han podido demostrar un vínculo consistente entre la radiación de los teléfonos inalámbricos y la aparición de tumores cerebrales o enfermedades neurológicas.

Nuestros conocimientos biológicos niegan la existencia de mecanismos que impliquen a las ondas de radiofrecuencia de baja potencia en la producción de las alteraciones genéticas o moleculares responsables del desarrollo de tumores. Los ensayos clínicos en animales y humanos tampoco han encontrado pruebas de su implicación. Lo mismo ocurre con los estudios epidemiológicos -uno de ellos con más de 120.000 participantes durante 10 años- que no han conseguido demostrar relación de causalidad. Sin embargo, todos estos argumentos han sido contestados, además de por razones metodológicas, por el escaso tiempo que ha transcurrido desde que se implantó la tecnología.

La ausencia de pruebas incriminatorias no parece suficiente, lo que se está reclamando es que se demuestre que no existe ningún efecto perjudicial. Algo técnicamente muy difícil ya que de existir alguna relación sería muy débil, lo que obliga a que los estudios tengan un horizonte temporal tan alejado como el que finalizará en 2040 tras reclutar a 250.000 personas.

Mientras llegan esos resultados y tratando de evitar la supuesta pandemia de tumores cerebrales que pronostican algunos grupos, parece adecuado aplicar el principio de prudencia. Cautela que no conlleva la exclusión de los teléfonos móviles de nuestras vidas sino hacer un uso más seguro de ellos. El mayor riesgo para la salud relacionado con telefonía móvil son los accidentes de tráfico. Por este motivo, el primer consejo es no realizar llamadas mientras se está al volante, aunque sea con un dispositivo manos libres, ya que el problema no radica en conducir con una sola mano sino en la distracción que puede provocar mantener una conversación telefónica. El resto de las recomendaciones tratan de reducir al máximo la exposición a las ondas electromagnéticas, que es máxima cuando el terminal se conecta a la antena repetidora para establecer la comunicación. Para conseguirlo se recomienda mantenerlo alejado de la cabeza al pulsar el botón de llamada, y evitar su uso en las zonas de mala recepción o cuando se realizan desplazamientos en vehículos a gran velocidad. Si bien es mucho más aconsejable utilizar siempre auriculares o priorizar los mensajes de texto sobre las llamadas. Estas medidas deben aplicarse también en la infancia y adolescencia, aunque lo más adecuado a esas edades es realizar solo las llamadas indispensables. Finalmente, la elección del terminal no debe ser una cuestión solamente estética, es preferible elegir aparatos menos contaminantes, que son los que tienen menor SAR (acrónimo de la expresión inglesa que define la cantidad de radiación que absorben los tejidos).

Afirmar que se ha demostrado algún problema de salud por utilizar teléfonos inalámbricos es falso, pero tampoco se ha conseguido confirmar su inocuidad. Ese es el terreno en el que nos movemos, una incertidumbre tranquilizadora ya que, criticados o no, los resultados científicos apuntan mayoritariamente hacia que la radiofrecuencia no produce efectos adversos en la salud. Acusar a la tecnología de insana por no haber demostrado su inocuidad es una postura similar a la que mantenían algunos sectores científicos en los comienzos del ferrocarril, presagiando que los pulmones humanos no resistirían la antinatural velocidad de 30 kilómetros por hora. A la inversa, tampoco podemos olvidar que otras exposiciones cancerígenas como la del amianto han tardado décadas en ser admitidas.

Las dimensiones del negocio de la telefonía servirán de acicate a la industria para avanzar en la investigación y fabricar dispositivos más seguros que ahuyenten definitivamente los fantasmas de la contaminación electromagnética aunque, lamentablemente, encontrarán pronto relevo, como amenazaba una agencia de noticias a principios de mes con otro desafortunado titular: "Proliferan los pacientes alérgicos a las redes wifi". Algo que podría significar el inicio de una nueva línea de negocio para los inútiles protectores contra la radiación que se venden en los bazares orientales.