el terrorífico terremoto que ha asolado Japón reabre un debate que parecía últimamente escorado hacia los defensores de la energía nuclear. Llevábamos meses oyendo por parte de algunos políticos y sectores que no era aconsejable renunciar a este tipo de centrales como fuentes de abastecimiento principal en aras de unas alternativas más limpias sí, pero demasiado caras para el rendimiento que ofrecen. La ausencia de incidentes graves desde Chernóbil (1986) había sembrado la sensación de que finalmente las centrales nucleares son positivas, que se habían reforzado tanto las medidas de seguridad que la población ya no tiene nada que temer y sí mucho que agradecer a unas empresas que crean empleo y riqueza en la zona donde se instalan. En el debate se omite arteramente la cuestión de los residuos radioactivos -que ya padecerán futuras generaciones- y el hecho de que ninguna instalación es absolutamente segura, como la naturaleza se ha encargado de demostrar en Japón. En Chernóbil se habló en un primer momento de un accidente leve y ahora ya se reconocen a regañadientes entre 100.000 y 200.000 muertos directos, malformaciones genéticas en posteriores generaciones y aún hoy existe una amplia zona a su alrededor en que la vida sigue sin ser viable. En Japón hemos pasado de una primera versión que hablaba -como en Chernóbil- de una intrascendente fuga en Fukushima al temor creciente a que los afectados sean millares y a que las explosiones de reactores se reproduzcan en otras dos centrales. Y ni siquiera ha habido fallos o errores. Con un terremoto basta.