apartaron todos los cálices que les ofrecieron. Primero ignoraron una ley que les abría una airosa salida a cambio de no tocar las pelotas. Luego se autoinculparon y fueron pasando en fila ante los jueces, perturbando la paz de los tribunales. Para no meter ruido, les impusieron condenas llevaderas, pero optaron por dar un corte de mangas a la comodidad de la libertad condicional. Cuando no había cárceles para acoger tal marea de desobediencia, se les ocurrió conceder el tercer grado el mismo día del ingreso en prisión -cualquier docto en materia penitenciaria alucinaría- para quitárselos de encima. Pero no sólo quebrantaron el privilegio, sino que además se plantaron colectivamente en plena plaza pública desafiando al sistema para que les volvieran a encarcelar, en rigurosa aplicación de su propia ley. Y al final, claro, era socialmente inviable tener a cientos de chavales en el trullo dando guerra y la olla tuvo que estallar. La prensa complaciente se ha hecho eco esta semana del acto que realizaron el Ministerio de Defensa y la cúpula militar para celebrar entrañablemente el décimo aniversario del fin del servicio militar. Manda huevos. Ahora va a resultar que la puta mili desapareció como por arte de birlibirloque o porque Federico Trillo -sí, el del Yak-42- vio una mañana a la Virgen del Rocío y se dio cuenta del ridículo esperpento que suponía. La historia la escriben los vencedores, claro, y por eso han borrado a los molestos insumisos de sus fastos. Pero ellos son los auténticos vencedores morales de esta guerra.
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