Hace tiempo que no hablo de fútbol en este espacio. Y eso que, pese a abominar militantemente de la ola uniformadora que en el ámbito deportivo, y en los que no lo son, nos impone el mencionado deporte, me he hecho espectadora discontinua pero frecuente de cierto programa nocturno de confrontación balompédica. Pero es que hace ya meses que sigo, como todo el hemisferio occidental al parecer, con cierto interés los pifostios que se organizan en torno a José Mourinho. Mi padre sostiene que los periodistas deberíamos elevarle a los altares por la cantidad de minutos de radio y televisión y páginas de periódicos que nos permite rellenar. Supongo que tiene razón. A mí el tipo me caía mal. Qué quieren, me suele gustar la gente educada, que trata con respeto al de enfrente incluso cuando se podría caer en la tentación de pensar que no lo merece. Porque creo que el rollito ése de la sinceridad que pusieron de moda los adocenados de Gran Hermano no es tal, sino otra manera de llamar a la la falta de consideración, la chulería o la crueldad. El único borde que me cae bien es House y probablemente porque sólo lidiaba con él vía televisión -por cierto, señor Vasile, aprovecho: ¿qué coño ha hecho con esta serie?-. Pero voy intuyendo que la impertinencia de Mou, lo crecidito que va por el mundo, es eso y algo más o, más bien, que como le llueven por todos los lados -y seguro que no todas se las merece-, me está empezando a despertar simpatía. Por otra parte, reflexionemos. Toda buena historia necesita un villano de altura. ¿Qué sería de Luke sin Darth Vader o de Bond sin Auric Goldfinger?
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