pueden creerme si les digo que el título queda muy lejos de la simple metáfora. Habrá quien pierda la inocencia tras una experiencia decepcionante que le abre los ojos o en medio de un viaje iniciático. Y habrá quien no la pierda nunca porque nunca le afectó tal cosa. Yo la perdí de golpe a los trece años y medio, en fecha y circunstancias que llevaré siempre en mi cerebro y en mi corazón. Fue un 3 de marzo, el primero tras la muerte del dictador, aunque para un chaval que apenas se enfrentaba a la adolescencia estos epítetos tuvieran un significado más bien laxo. Recuerdo aquellas fechas con retazos de imágenes, todas en blanco y negro, como las fotografías que han quedado para la historia reciente de mi ciudad. Percibo ahora que de verdad eran tiempos marronáceos, de esperanzas pero también de incertidumbres. Al menos algo de eso transmitían aquellas hileras de mujeres de obreros en huelga que, pertrechadas tras recios abrigos de fieltro, desfilaban por las aceras con las bolsas de la compra vacías en busca de solidaridad. Yo nunca pregunté en casa adónde iban ni qué querían, pero oía a los compañeros de clase decir que sus padres no tenían trabajo, que estaban en huelga.
De aquellos lejanos días recuerdo con nitidez el ruido sórdido de los helicópteros sobrevolando la ciudad, ese sonido seco de las aspas que Coppola supo llevar a la pantalla con maestría inigualable. Los jeeps de la Policía con las rejas metálicas subidas, de cuya existencia -hablo de las planchas enrejadas- no me había percatado hasta entonces, acostumbrado como estaba a tomar el mosto con aceituna en el bar de la comisaría del Casco Viejo, hoy destinada a más nobles fines. Me negaba a admitir que quienes siempre tenían para mí una ocurrencia e incluso un juego de manos fueran los mismos que arremetían a porrazos contra la gente en las manifestaciones.
De aquella fecha conservo el recuerdo del griterío de los vecinos asomados a las ventanas, arrojando a los policías toda suerte de objetos, con las palabras más soeces que yo había oído jamás. Vecinos a los que conocía de siempre, con los que intercambiaba saludos en el ascensor, apedreando a los jeeps con furia inusitada. Una escena onírica para un chaval de trece años y medio. Los mismos jeeps que embestían contra las jóvenes acacias que crecían tristes en mi calle hasta tumbarlas, la única manera de avanzar entre las barricadas de coches y farolas abatidas.
Ni se me había pasado por la cabeza -hasta ese momento yo presuponía que la gente se moría o de vieja o de una enfermedad- de que a los 17 años te pueden atravesar de un tiro mientras sales despavorido de una asamblea de trabajadores. 17 años, toda la vida por delante, y desparramado en la acera como un guiñapo en medio de un charco de sangre. Se acabó. Un cadáver adolescente. "Se oye que han matado a dos personas", oí decir a mi padre al regresar a casa. Sus palabras ya no me afectaron, porque acababa de perder la inocencia. Luego no recuerdo más que silencio. Yo no lo sabía, pero el silencio era ya miedo.
Al día siguiente volvimos a clase. Los compañeros se afanaban en contar sus batallitas, las de sus padres, quienes habían participado en la encarnizada lucha del día anterior. Apenas en una hora estábamos todos en la calle, de vuelta a casa, atravesando una ciudad incrédula y mortecina, la ciudad donde nunca pasaba nada y que despertó de sopetón de su sueño indolente. La misma que justo veinte años después elegiría en las urnas a quienes ordenaron aquellos oscuros días la masacre. Una ciudad que a mí me provoca ternura, emoción y náusea a partes iguales. Tengo grabados en la retina los convoyes de la Policía durante los días posteriores. También el funeral dos días más tarde. La marea humana interminable observada de nuevo desde la misma ventana, los signos de victoria de los trabajadores que a un niño de trece años y medio le provocaban todo el desconcierto del mundo, pues arropaban a tres féretros negro caoba.
De toda la iconografía fotográfica de aquel tiempo gris, una colección de imágenes tan familiar para quienes vivimos los acontecimientos de una u otra forma, me quedo con cierta instantánea que no había visto hasta fechas recientes. Plasma las calles vacías frente a la Catedral Nueva de la ciudad, donde destaca un suelo regado de objetos redondos. A botepronto, uno tiene la sensación -apenas un segundo- de que son cascotes, docenas de piedras testigos de la batalla. Sin embargo, enseguida se descubre con un nudo en la garganta que se trata de flores, capullos de claveles desprendidos de las coronas tras el multitudinario funeral.
Kepa Tamames