Sucedió en Vitoria-Gasteiz lo que nunca debió suceder en ningún lugar, y que dejó marcas dispares en tres generaciones de esta sociedad. En una iglesia abarrotada hasta la santa corona de trabajadores en asamblea, entraron por sorpresa, como soldados de Pilatos, gases y disparos. Por cada cristal de cada vidriera, sin ser convocados, y como hacen los tiranos, sin un objetivo predeterminado. Todos corrieron a las puertas, pero cinco no llegaron. Nunca ha soplado el aire por la Llanada, con tanta rabia y tan destrozado. Nadie se hizo responsable de aquel vergonzoso acto, nadie sacó pecho, nadie dio la cara, y el odio se adueñó de cada calle y de cada plaza. Han pasado más de tres décadas ya, y a las gentes de esta tierra, cada marzo aún les duele y se lamentan, de que existan en esta libertad sin ira, leyes que permitan, esconderse como se esconden los villanos, y callar como se callan los cobardes, a quien dio una orden semejante. Vinieron después años duros de luchas en retaguardias y de resistencias bravas. El tiempo con su paso ha conseguido imponer la resignación y la calma. Pero tal vez, ha llegado la hora del perdón, por los que cayeron, y por los que se salvaron, porque podían haber sido ellos. Ya lo mismo daba cinco que cincuenta, cualquiera era, sin ellos saberlo, un blanco perfecto. Tal vez ahora debamos sembrar nuestra memoria en Vitoria, pero sin usar la semilla del odio, quizá los que se fueron necesitan ya un poco de paz y sosiego. Levantemos en nuestra ciudad unas manos abiertas, siguiendo el modelo de Pupy, de las que brote un recuerdo vivo, que no se apague en el resentimiento, que digan que esta ciudad no olvida que la hirieron, pero ha alzado sus manos, y esas manos están llenas. Esto sólo es una idea, y hacerla realidad depende, tan sólo, de que nos parezca buena. Pueden seguir convocando manifestaciones, a las que cada vez acudirán menos, y el tiempo se encargará, una vez mas, de perpetuar el rencor en los que se sentirán abandonados y olvidados.