EL economista Paul A. Samuelson era también un gran matemático, pero solía aconsejar a sus discípulos más aventajados que, si pretendían entender con cierto rigor la economía moderna, no se dejasen deslumbrar por las estadísticas y estudiasen a fondo la historia. Tras este excelente consejo, y con todas las precauciones posibles, no sería un mal asunto que nuestros gobernantes, mujeres y hombres, repasasen un viejo libro de Juan Muñoz titulado El poder de la banca en España (Madrid, ZYX, 1970).

Juan Muñoz formaba parte de aquel excelente colectivo de economistas que firmaba, en el semanario Triunfo, con el seudónimo colectivo de Arturo López Muñoz. Por su parte, Juan Velarde Fuertes, catedrático muy ligado a las instituciones franquistas (y luego asesor del expresidente José María Aznar), es autor de un curiosísimo -e interesante- prólogo de la citada obra de Juan Muñoz, en el que se pintan al óleo diversos retratos, con nombres y apellidos, de lo que entonces se llamaba, con cierta propiedad, oligarquía española. El Opus Dei y el consejo privado de don Juan, el padre de Juan Carlos I, quedan tan poco favorecidos por Velarde como la familia de Carlos IV en los pinceles de Goya.

Por supuesto, desde 1970 las cosas se han transformado mucho en el mundo y en el seno del poder financiero español también. Pero la lección consiste en conocer precisamente lo que no ha cambiado absolutamente nada, para que sepamos del nulo valor modernizador y la nula vinculación con la justicia social de las viejas y oligárquicas propuestas bancarias españolas sobre las relaciones económicas; que coinciden, ce por be, con muchas de las actuales órdenes para afrontar la crisis que hoy nos vienen de Europa, preferentemente de Alemania.

Los grandes bancos y banqueros españoles tenían un programa que, en síntesis de Juan Muñoz, era el siguiente:

- El Estado ha de abstenerse de intervenir en la economía, porque desalienta a las empresas privadas, ha de restringir al máximo su proyección pública, y solamente ha de actuar cuando (textualmente) "viene en socorro" de la actividad privada.

Mandamiento de 1966 del marqués de la Deleitosa, capitoste esas fechas de la banca española, que ha sido rigurosamente cumplido en el siglo XXI al acudir los poderes públicos españoles con sus inyecciones de líquido en favor de la entidades financieras en situación de asfixia. Instituciones que, por cierto, ni lo han agradecido ni han favorecido siquiera el mínimo flujo de crédito necesitado por las familias y empresas españolas. Es más, se trata de un modelo europeo e internacional imitado hoy de modo nefando por el Estado de Irlanda, lo que ha venido a significar la quiebra completa privada y pública de todo ese país celta.

- Consecuencia de lo anterior o premisa de lo mismo (que no se sabe bien cuándo es una o la otra): contención del gasto público, ojo con el déficit público y toda esa teoría del Estado manirroto, como le ha llamado irónica y acertadamente algún buen escritor. Cuidado con el dispendio público del Estado nos dicen nuestros mandamases, cuando el agujero proviene, entre otros factores, de los doscientos y pico mil millones de euros en créditos inmobiliarios dados por las cajas de ahorro (en trance de desaparición como tales en estos precisos momentos).

- La quintaesencia del proyecto de los bancos es: más beneficios y menos impuestos.

Los banqueros españoles no decían ese disparate consistente en afirmar que bajar los impuestos es de izquierdas. Claro que creían en una rara España que tenía como función nada menos que crear millonarios, a los que naturalmente se les tendría que rebajar el impuesto sobre la renta. Pero, retóricas aparte, los fines concretos que perseguían eran: impuestos indirectos, guerra a los directos, reducciones drásticas en los de sociedades y sucesiones, desgravación total de los capitales que reinvierten en la industria y empresas, etcétera.

Objetivos (como los impositivos de sucesiones y sociedades) que ya se han realizado en el siglo presente. Y la actual resistencia europea y española a gravar las rentas del capital, así como los beneficios, responde plenamente a ese pensamiento de los años sesenta y setenta, expresado por los Aguirre Gonzalo, Botín (el padre del actual presidente del Santander), Ignacio Villalonga, el ya mencionado marqués de la Deleitosa, etcétera; gerifaltes todos ellos de Banesto, Banco de Santander, Banco de Bilbao, Hispano Americano y otros importantes establecimientos crediticios, entonces entidades nutricias, todas ellas, y no se olvide, de la dictadura de Franco.

- Despido libre a cambio del derecho a la huelga. Las voces menos paternalistas y fascistas de la banca española pedían el derecho de huelga de los obreros, entre otras cosas, realistas sin duda, porque ya se practicaba ampliamente a pesar de las prohibiciones y sanciones. Pero, a cambio, consideraban insustituible el derecho a despedir libremente a los trabajadores que -decían- no cumplen, porque perjudican a los que sí lo hacen y no son rentables para las empresas. Disciplina laboral (ahora se le llama reforma en el lenguaje gubernamental del siglo XXI), para que cada uno rinda lo que debe rendir, en concluyentes palabras de 1968 de Ignacio Villalonga.

- Literalmente: "Los aumentos de salarios deben atemperarse al aumento de la productividad". Cuidado con la elevación de salarios, hay que congelar los sueldos cuya cuantía nunca debe proceder de la presión sindical ni de la legislación laboral. Y, antecesores directos del pensamiento de Angela Merkel, advertían que si no se liga la cantidad del salario a la productividad, al valor del producto marginal, se caería en la temida inflación y el no menos temido paro.

Exigencia, pues, imperecedera de la derecha económica; eso, aunque en este lugar del sur europeo haya subido este último año la productividad y hayan descendido en ese mismo tiempo los ingresos de trabajadores y trabajadoras. Tal y como lo ha manifestado, sin que se le caiga la cara de vergüenza, un conocido empresario español hasta hace poco máximo dirigente de la CEOE: trabajar más y cobrar menos. Toda una concepción del mundo dinerario que ya postulaban los economistas adoradores del mercado y el capitalismo salvaje en el siglo XIX.

Porque lo que más entristece es que los economistas, salvo contadas excepciones como las de los premios Nobel Stiglitz y Krugman, nos presenten lo de los salarios soldados a la productividad, por ejemplo, como algo moderno. Sí hombre, y valga la ironía, tan moderno como el Banco de Isabel II, el Hispano Americano o el ideario del padre del actual presidente del Banco de Santander.

Moderno, como ya lo veía Juan Muñoz, para el que todo este pensamiento oligárquico español constituía una rémora, es lo remozado, lo actual, lo que ha superado al siglo XIX y al endiosamiento suicida del mercado: regulación urgente del propio capital financiero, máxima y prioritaria creación de empleo, aumento de la demanda y del consumo, intervención del Estado cuando falta hiciere, apostar por la educación (fuente de riqueza futura) en lugar de destruir de modo disparatado puestos de educadores como irresponsablemente se hace, incremento de los impuestos progresivos, gravamen de los beneficios y de la riqueza improductiva, conservación e incremento de la capacidad adquisitiva de las rentas del trabajo? Una economía para la mayoría de la población, y no para millonarios, como decían sin el menor pudor los poderosísimos banqueros españoles de los años sesenta y setenta del siglo XX: ¡que estamos en el siglo XXI y Franco ya murió! A ver si nuestros erráticos dirigentes se enteran alguna vez y perciben que la mente de Angela Merkel no difiere demasiado de la del marqués de la Deleitosa.