TODO lo que está pasando en el Magreb y en Medio Oriente me recuerda mucho la situación del cono sur americano de hace unas décadas. Unos países al mando de tiranos protegido por Estados Unidos con la aquiescencia de las llamadas democracias occidentales. Entonces, el enemigo a evitar eran los soviéticos y ahora son los fundamentalistas islámicos pero, en ambos casos, con el control económico de la zona como telón de fondo.
Es curioso que los norteamericanos se vean como defensores de la democracia, pero no han propiciado estadistas y estados democráticos en estas complicadas zonas para propiciar gobiernos de sátrapas que mantienen a sus países en una pobreza a base de corrupción y guante de hierro. El mejor caldo de cultivo para cualquier revolución, que ha llegado por donde menos esperaban: por el hartazgo del pueblo. Una de las diferencias entre aquellos regímenes sudamericanos y los que ahora están estallando en África y el golfo Pérsico es el importante papel jugado por Internet y los móviles. Con el primero, la población está mucho más enterada -e indignada- de lo que parece, y con los segundos, la capacidad de movilizarse es muy rápida.
La Unión Europea, una vez más, ha reaccionado tarde y mal, incapaz de exhibir una política propia en asuntos como éste. Pero que no se equivoquen estos pueblos, porque esta Europa autista nunca les dará el edén que están buscando y no encontraron en sus países. Tiempo han tenido para reaccionar desde la caída de Ben Alí en Túnez y la de Mubarak en Egipto propiciadas por cientos de miles de ciudadanos humillados por la miseria y la exclusión a la que les habían condenado. Los efectos colaterales no se han hecho esperar: 5.000 tunecinos han huido, llenos de desesperación, a la isla italiana de Lampedusa en busca de la tierra de promisión: Europa. Amarga ironía, pues se trata de la misma isla de la que Giuseppe Tomasi era príncipe, aquél que soltó esta perla universal en su novela El gatopardo: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie"; así es como un gobernante puede apropiarse de una revolución, y ésta lo es, amoldándose al cambio para su propio beneficio.
Parece imparable que la revolución de los jazmines se extienda como la pólvora, y ya veremos la deriva que toma Argelia,, Bahrein, Yemen, Jordania, Libia y Marruecos?, y quién sabe si se unirán nuevos explotados. La Historia nos enseña que cuando un régimen autoritario tiene problemas internos, trata de ganar tiempo distrayendo a su opinión pública; creando conflictos en el exterior. Ocurrió cuando estaba acogotada la dictadura argentina y los militares de la junta iniciaron la aventura de las Malvinas. Otro tanto sucedió en Grecia cuando el régimen de los coroneles desestabilizó Chipre provocando la intervención de Turquía y la posterior partición de la isla. Marruecos, tan cerca, hizo algo parecido cuando, tras la Marcha Verde, se anexionó el Sáhara (RASD).
Lo más probable es que, tras el desconcierto, el amigo americano esté trabajando en la voladura controlada de un edificio ruinoso que él propició para desescombrar con plusvalías, con la mente puesta en Irán y Siria. Un dominó con demasiadas fichas al que debería incorporarse también los reyezuelos medievales de Arabia Saudí. Ante semejante ola de cambio, el narcisismo político de Europa, preocupado sólo por el euro y contentar a los mercados, recuerda la frase que Ingrid Bergman le dice a Bogart en Casablanca: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos".