el 2 de septiembre de 1945, en la bahía de Tokio y sobre la cubierta del gigantesco acorazado USS Missouri, se escenificó el último acto de la Segunda Guerra Mundial: la rendición incondicional de los ejércitos del hasta entonces temible imperio japonés. Representando a los aliados estaba presente el general Douglas MacArthur, convertido desde ese momento y durante la siguiente década, en el auténtico virrey de los Estados Unidos en el archipiélago.

Sin embargo, el egocéntrico general americano resultó ser un administrador bastante mejor de lo esperado. Haciéndose acompañar por los mejores cerebros de los EEUU, como William Deming, el padre del moderno concepto de calidad empresarial, levantó una economía destrozada por años de guerras y meses de intensísimos bombardeos que, y esto sin contar con las bombas atómicas, habían dejado más de medio millón de muertos y el tejido industrial japonés reducido a escombros.

Al mismo tiempo, ordenó la derogación de la antigua Constitución japonesa y la redacción de una nueva que se apoyase en tres principios elementales: el papel simbólico del emperador, la renuncia a la guerra y el respeto a los derechos humanos. En el belicista Japón estaban ya tan asqueados de tanta sangre propia y ajena, que la nueva Carta Magna sentó como el bálsamo de Fierabrás. Y así ha sido hasta ahora. Sin embargo, los tiempos cambian, y el Japón de 1945 ya no es el de 2011. Y tampoco lo son sus enemigos. Ahora, por ejemplo, los que asoman como más amenazantes son los piratas del Índico, auténtica pesadilla para una nación que vive del mar y que se ve obligada a enviar a la mayor parte de su flota a surcar esas peligrosas aguas.

Así pues, y en gran parte azuzado por su opinión pública, el Gobierno japonés, soslayando eso del "no a la guerra", ha decidido llegar a un acuerdo con los dirigentes de Yibuti para que les permitan montar una base aeronaval en su territorio, al norte del Cuerno de África, entre el Mar Rojo y el Océano Índico y rodeado de naciones enormes, se vea microscópico.

Ni Francia, la antigua metrópoli de Yibuti, ni los EEUU, han visto mal el deseo japonés. Nadie cree que una simple base militar sea el principio de un nuevo renacer del Imperio del Sol Naciente. Sin embargo, tampoco conviene perder de vista otras consecuencias de esta decisión. Por una parte, el hecho de que Japón disponga de una base en África no deja de ser una bofetada, dada con todo el apoyo de Europa y los EEUU, en la cara de China, que está expandiendo sus influencias en África a pasos agigantados y a los que toda injerencia, y más si viene desde Tokio, les parece una amenaza. Por otra parte, el hecho de que otro aliado de los EEUU siente sus reales cerca de Somalia, parece ser otra pista más indicando que éste será el próximo campo de batalla, el próximo escenario de una invasión militar.

Evidentemente, ya no estamos en la Guerra Fría: a China se le pueden dar muchas bofetadas, pero nadie olvida, y menos que nadie ellos, que son ahora mismo los compradores número uno de deuda pública, así que tras cada una de las tortas siempre van un par o cien de cariñosas caricias. Y tampoco se olvida que la última vez que se intervino en Somalia -tal vez hayan visto Black Hawk derribado-, la aventura terminó en un estrepitoso fracaso.

Sin embargo, de momento, lo que tenemos es que se ha instalado una nueva base militar. Y como decía el genial Talleyrand, las bayonetas pueden servir para muchas cosas, menos para sentarse encima de ellas.