Nunca cejan en su empeño los fríos y reiterativamente homófobos vientos del Este, que vuelven una y otra vez por sus malos fueros. Hoy toca Lituania, una de esas idílicas y retrógradas repúblicas bálticas que penetraron en la UE como caballitos de Troya con su infame carga de reacción tan propio de parajes de nula tradición democrática, y con todo el peso con que los peores regímenes políticos han impregnado a la mayoría de sus moradores. No es de extrañar pues que para el 85% de su población la homosexualidad sea considerada una enfermedad, una perversión o, en el más benévolo de sus juicios, una desviación. Vamos, los pelos como escarpias.

Amparados en estos datos, sus ilustrados gobernantes legislan en consecuencia: se sancionará con multas toda promoción pública de las relaciones homosexuales, amparándose en la posíble ofensa a sentimientos religiosos o políticos. Si tenemos en cuenta que además esta ley tenía como borrador un texto que prohíbia la "propaganda de relaciones homosexuales, bisexuales y/o polígamas", nos hacemos una idea aproximada de con quién estamos tratando.

Una vulneración de derechos y un ataque directo a la dignidad de las personas. Intolerable e inadmisible. Con todos los esfuerzos que en esta parte de nuestro continente está costando, no ya la equiparación de derechos por parte del colectivo LGTB para con el resto de la ciudadanía, sino su visibilidad y aceptación social, no podemos permitir que en el seno de la UE se den manifestaciones de semejante calaña. La Eurocámara acaba de aprobar una resolución en la que se solicita al Parlamento lituano la no aplicación y retirada de la mencionada ley. Si bien la presidenta lituana, en un desesperado intento por lavar la imagen de Vilna reniega de la misma, su sola tramitación repugna y nos advierte que hay que seguir en las trincheras, con el agravante de que en esta ocasión las volvemos a tener en casa. De miedo.