FINALIZADO el periodo navideño y sus particularidades, llega el momento de retomar el pulso a la programación televisiva. Superadas, olvidadas ya, las galas musicales, los repasos a las imágenes más impactantes que dejó el difunto 2010 y los estrenos cinematográficos, toca regresar a una cierta rutina de consumo y conocer las novedades que las cadenas tienen preparadas para este mercado de invierno. Estos días son prolijos en nuevos programas y series, en cambios de plató y propuestas alternativas, novedades que se suceden a velocidad vertiginosa ante nuestros ojos. La acogida de la que serán objeto las nuevas ofertas es, de momento, desconocida, si bien es más que probable que antes incluso de que hayamos tenido la oportunidad de conocerlas, la rapidez con la que se suceden los acontecimientos, los ciclos y las etapas en televisión despeje esa incógnita. La rapidez: una de las claves del negocio televisivo. De ahí que probablemente se haga necesario un pequeño balance, a modo de contrapeso, de lo que supuso en materia de televisión el año pasado, que ya nos parece tan antiguo y, a su vez, tan importante se ha revelado.

Podríamos bautizar el 2010 como el año en el que se consumó la transición a las emisiones digitales, aquel en el que por primera vez la televisión pública española comenzó a emitir sin publicidad desdeñando los más de 500 millones de euros de ingresos en este concepto, o el que asistió al despegue de los canales nacidos al amparo de la TDT, cuyos espectadores suman ya una quinta parte de la cuota total de pantalla. Durante el año que acabamos de despedir, las nuevas televisiones de tintes conservadores dejaron de balbucear para comenzar a quitarse los complejos y se empezó a agitar, de momento con mucha cautela, el fantasma de la privatización de las televisiones autonómicas.

El 2010 también podrá pasar a la pequeña Historia de la televisión como aquel en el que asistimos a la aprobación de Ley General de la Comunicación Audiovisual, en la que, entre otras cuestiones, se especifican las condiciones para las fusiones entre operadores televisivos. A ese respecto, el año pasado también alumbró la primera gran fusión en el sector entre Gestevisión (Telecinco) y Sogecable (Cuatro y Digital+). Las protestas que a finales de diciembre generaron el cierre del canal de información CNN+ y su sustitución por el canal Gran Hermano aún están coleando -también la constatación de que, tras dos semanas, la recién llegada obtiene unos resultados de audiencia similares a su predecesora- , pero este cambio de fichas podría quedar en anécdota en cuanto empecemos a advertir con claridad que el trasvase entre Telecinco y Cuatro no atañe solo a los rostros de sus programas de entretenimiento.

La a estas alturas archiargumentada fragmentación de las preferencias televisivas explica que las cadenas con más solera bajaran en audiencia de manera sustancial. Telecinco sigue siendo la preferida en Euskadi, y TVE1, con un 16% de audiencia media, es la más vista a nivel estatal, pero sus números quedan lejos ya de aquellos que polarizaban la audiencia hace no demasiado: hoy se consideran éxitos televisivos lo que en los años en los que sintonizábamos canales de un solo dígito hubiesen sido fiascos.

Hace 28 años, en la Nochevieja de 1982, arrancó la emisión de ETB y los vascos y vascas estrenamos el primer canal autonómico del Estado. El 2010 cerró como el año de la confirmación del descalabro de audiencias de nuestra televisión pública y la paralización de algunos de sus proyectos a corto plazo. Quizás las nuevas propuestas que este 2011 trae debajo del brazo para la televisión pública vasca consigan sosegar esta tendencia, pero ya saben eso de que cuesta años hacer un amigo y un par de decisiones desafortunadas pueden bastar para perderlo.

Paradójicamente, en este panorama en el que unas más que otras pero todas las cadenas se dejan espectadores en la gatera, el 2010 se cerró con un récord absoluto en el consumo de televisión: en Euskadi, 227 minutos diarios por persona y día, lo cual implica 18 más que el año pasado. En el conjunto del Estado se llega a los 234 minutos, y aunque haya todo un océano por medio, la rancia figura del couch potato estadounidense queda cada vez más cerca. Al fin y al cabo, según un estudio a nivel internacional de EGEDA, los estadounidenses tienen encendida la televisión 280 minutos al día, y a este respecto, 53 minutos no marcan una diferencia abismal. Quien lleva décadas siendo la reina de los hogares parece por tanto bien lejos de agotar su ciclo. Es evidente que el modo de consumo ha evolucionado con una fascinante rapidez en los últimos años. La rapidez, de nuevo: cada vez más apresurado, cada vez menos atento, cada vez más inconsciente.

La televisión sigue siendo el medio de comunicación preferido para el ocio. Y ni el hastío ante una programación demasiadas veces homogénea y falta de atractivos ni el desarrollo de herramientas informáticas consiguen restarle ni un ápice de hegemonía, sino más bien todo lo contrario, habida cuenta de que cuando las webs de las cadenas ponen a disposición de la audiencia sus contenidos, o cuando se crean comunidades virtuales que comentan lo visto y oído a través de Twitter o Facebook, eso también es ver la televisión. Descastada, desacreditada, desprovista hace tiempo del halo de prestigio que quizá nunca tuvo, la televisión es a día de hoy lo que la radio fue previamente: una música de fondo, una lluvia que no cesa y que roza o empapa, según a quien, pero a todos salpica y que sigue constituyendo una vía de importancia capital para el conocimiento de la actualidad para parte de la ciudadanía. La mayoría de lo que sabemos sobre el mundo que nos rodea nos viene dado a través de esa ventana. Los referentes culturales, ideológicos, identitarios, las categorías morales, las definiciones del orden de las cosas, lo que está bien y lo que está desviado depende en cierta medida del modo en que la televisión interpreta, para quien quiera ver y escucharla, una realidad multifacética.

Quienes reivindican el poder revolucionario de Internet quizás olvidan que la atomización de las fuentes inherentes a la red de redes debilita la fuerza de los mensajes que se transmiten únicamente a través de este medio. Y probablemente no tienen en cuenta que las filtraciones de Wikileaks no habrían llegado más que a una mínima parte de la sociedad de no haber sido por la cobertura televisiva de lo que la prensa escrita publicó. Los internautas no suponen más que la mitad de la población; los televidentes somos todos y, como hemos visto, cada vez durante más minutos al día. Así pues, parece que a la reina aún le queda larga vida. Deseemos larga vida, también, a quienes no pierden de vista en ningún momento que lo que ven cada día es solo televisión.