hace ahora un año que el pequeño y paupérrimo país de Haití quedó prácticamente destrozado por un brutal terremoto. Y destrozado sigue después de un año entero esperando remedio a tanta desgracia y tanto sufrimiento. No voy a repetir aquí los datos de pavor, destrucción y muerte que, a lo largo de este año, los medios de comunicación nos han dicho se vienen produciendo. Todo esto ya se sabe. Tampoco voy a ponerme ahora a ponderar lo malos que somos por nuestro desinterés ante el dolor ajeno, concretamente ante la inmensa miseria de los pobres de esta tierra. El que es insensible ante el sufrimiento ajeno, aunque los muertos se levanten de sus tumbas y le echen en cara su insensibilidad frente a los males que soportan los desgraciados, seguirá tan insensible como antes. Al menos, eso es lo que cuenta el evangelio de Lucas en la parábola aquella del rico Epulón y Lázaro. Aprovechando el aniversario de la desgracia de Haití, quizá a algunas personas les pueda ayudar refrescar el recuerdo de una distinción elemental, que todos deberíamos tener siempre presente.
No es lo mismo la diferencia que la desigualdad. La diferencia es un hecho. La igualdad es un derecho. Es evidente que todos somos diferentes: unos blancos y otros negros; unos sanos y otros enfermos; unos listos y otros tontos; mujeres y hombres, americanos y asiáticos, etc. Efectivamente, las diferencias son un hecho. Pero es capital meterse en la cabeza que las diferencias no justifican las desigualdades. Porque cuando hablamos de iguales y desiguales, ya no nos referimos a hechos, sino a derechos. Y si algo ha quedado claro a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es que "todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos".
No pretendo argumentar este principio, aceptado por la comunidad internacional y pactado por la inmensa mayoría de los países del mundo entero. En lo que quiero insistir es en que el hecho de las diferencias nos sirve, tantas veces, como justificante (falso y engañoso) de las desigualdades que nos conviene mantener. Para perpetuar así nuestros privilegios y potenciar nuestros turbios y oscuros intereses. Y además de todo eso, intentamos quedarnos tranquilos de conciencia echando mano del burdo argumento según el cual los pobres y los desgraciados sufren lo que sufren por culpa de ellos mismos. Lo peor es el cinismo de los que se empeñan en defender su propia forma de entender la vida, aunque eso se haga a costa de la propia dignidad, de la propia honradez y de la más elemental coherencia.
José María Castillo
Teólogo