DECÍA Jürgen Habermas que la mejor forma de identificar a alguien de derechas es cuando esa persona niega la diferencia entre izquierda y derecha. Comentarios como que todos los políticos son iguales suelen responder a un pensamiento conservador, pues si no hay forma de cambiar lo existente, estaremos condenados a mantenerlo. De modo que antes de nada es preciso afirmar que en nuestra sociedad hay valores e intereses muy distintos, y que tienen distintos cauces de expresión y representación, desde los partidos políticos hasta diferentes organizaciones cívicas, sindicales o empresariales. Sin embargo, todas ellas son susceptibles de reflexión y crítica.
Partamos de datos electorales. En los años ochenta hubo en Europa una gran mayoría de gobiernos de izquierda y a partir de los noventa ha ido conformándose una amplia mayoría de gobiernos conservadores, incluso un cierto avance de las fuerzas de extrema derecha.
Claro que atender únicamente al color político de los gobiernos oculta una realidad mucho más compleja y plural. En casi todos los casos, las cifras esconden a casi la mitad de los ciudadanos, que votaron otras opciones, por no hablar de quienes no votaron. Por este motivo, ni se pudo decir en los ochenta que Europa era de izquierdas, ni ahora se puede afirmar que es lo contrario.
Derecha e izquierda no son más que grandes generalizaciones. En la vida real, sin embargo, hay muchos socialistas católicos o monárquicos y que querrían ver reducidos sus impuestos y muchos conservadores aceptarían que el Estado debe hacer más cosas además de la policía y las obras públicas. En muchos aspectos, la sociedad ha ido incorporando ideas y valores provenientes de las distintas tradiciones políticas.
Históricamente, fueron los liberales quienes iniciaron una profunda crítica del Antiguo Régimen monárquico y absolutista, articulando el discurso de los derechos políticos y civiles, primero de los hombres y mucho más tarde de las mujeres. Fueron liberales quienes criticaron los abusos e injusticias de un sistema en el que nobleza e Iglesia no pagaban impuestos y explotaban a la inmensa mayoría del pueblo. Y esta inmensa mayoría, el pueblo, dejó de considerarse súbdito y reclamó ser ciudadano, con sus derechos establecidos por ley y garantizados frente a los poderosos, incluso frente al gobierno. También fueron liberales quienes establecieron la separación de los poderes como mejor remedio al poder, para evitar que ninguna institución pudiese abusar de su posición.
Tras diversas revoluciones, comenzando por la americana y la francesa, estos valores fueron extendiéndose por Occidente y por el mundo. Pero quienes habían sido tan críticos con los poderosos de antaño, cuando ellos alcanzaron el gobierno también lo usaron en provecho propio. La promesa de la Revolución -libertad, igualdad, fraternidad- se vio reducida a libertad de voto, igualdad formal y la fraternidad simplemente desapareció de la agenda política.
Fue el marxismo el que denunció a su vez el nuevo mundo creado por el liberalismo. Criticó de forma contundente la revolución industrial y su explotación a los millones de obreros arrancados del campo y que se hacinaban en los arrabales de las grandes ciudades. Se criticaba que, siendo mayoría, estos obreros no podían participar realmente en las decisiones importantes. Costó muchos miles de vidas arrancar el derecho de expresión, de afiliación, de voto. Y una vez logrados estos derechos, de nuevo la mayoría de la sociedad impulsó un cambio y diversos gobiernos socialistas y comunistas alcanzaron el poder, electoralmente o mediante revoluciones, en el siglo XX.
Toda la segunda mitad del siglo XX el mundo se dividió en dos áreas ideológicas separadas: capitalista y comunista, con el socialismo europeo en una postura intermedia que permitió crear el Estado de Bienestar y un aumento de la calidad de vida de millones de personas como nunca antes se había visto.
Sin embargo, en ambos sistemas había problemas. En el mundo comunista los obreros clamaban por poder elegir tanto a sus dirigentes como los productos de consumo, y los pueblos invadidos reivindicaban su soberanía perdida. En el mundo capitalista, los ciudadanos, después de dos siglos tras las revoluciones liberales, comenzaban a creerse sus derechos y exigían poder participar de verdad en las decisiones importantes. Ya no se conforman con votar cada cuatro años. Tampoco aceptan que sus gobiernos cuiden más los intereses de las grandes multinacionales y bancos que los mayoritarios de la ciudadanía. Y también los pequeños pueblos sin Estado siguen clamando que la libertad no existe en el plano de la autodeterminación colectiva.
Los pueblos colonizados que lograron su independencia después de la Segunda Guerra Mundial han visto que ni por la revolución ni siguiendo los dictados del Banco Mundial consiguen desarrollarse. Las naciones sin Estado observan que sólo pueden determinarse cuando el imperio en el que estaban recluidas pierde una guerra. Los obreros de la Europa del Este ven con estupor que ahora que sus tiendas están abarrotadas de productos, no tienen dinero para adquirirlos porque sus salarios apenas han crecido. Su competitividad ha hecho aumentar el paro en Europa occidental, porque las empresas acuden a estos países, junto a China o India.
Los cambios son de gran magnitud y afectan a los partidos políticos. Así, se ha visto cómo el PP apoyaba manifestaciones lideradas por obispos y recientemente su líder se erigía en paladín de los obreros y de las políticas sociales; también hemos visto que fue el PSOE quien realizó la reforma laboral más dura de los años noventa y ahora está reduciendo las prestaciones sociales mientras suprimía el impuesto de sucesiones y de sociedades, mientras las SICAV, donde las grandes fortunas depositan sus activos, apenas pagan impuestos.
Los ciudadanos están atónitos y no entienden nada. Saben, porque así lo han reconocido los dirigentes políticos, que voten a quien voten esas reformas van a producirse de igual manera. Y entonces se preguntan: ¿Para qué votar? ¿Qué más da uno que otro? Comienza a no valer el aviso de Habermas de que no se puede negar la distinción entre izquierda y derecha. ¿Debemos creer que alguien es de izquierda sólo porque lo diga, aunque haga lo contrario del ideario de la izquierda? ¿Es una cuestión de fe? Entonces la izquierda comienza a parecerse peligrosamente al pensamiento conservador tradicional. También vemos cómo los dirigentes socialistas perpetúan sus familias en el poder, del mismo modo que siempre ha hecho la derecha, donde los apellidos de sus sagas familiares inundan las crónicas políticas.
Cada vez más pensadores dicen lo que todos saben, que la izquierda está en una profunda crisis, que no es capaz de diagnosticar correctamente los problemas y, menos aún, de ofrecer soluciones que los ciudadanos entiendan y compartan. Mientras tanto, la derecha espera su turno sin hacer ruido; los banqueros siguen criticando al Estado mientras siguen cobrando sus ayudas y aumentándose los sueldos; los pueblos sin Estado aguardan que su Estado colapse y los ciudadanos empiezan a hartarse de ser meros títeres de un democracia de cascarón.
Y cada vez que protestamos nos dicen los expertos -por cierto, ¿quién les han votado?- que no hay otra solución. Lo que también nos dicen los expertos es que cada vez menos personas tienen más, mientras que la inmensa mayoría tiene menos. Pero algunos creen que dando fútbol todos los días se les pasará a los ciudadanos la indignación. Para algunos, ni izquierda ni derecha, centro? y ¡gol! Mientras España siga ganando títulos y tanto el Madrid como el Barcelona tengan opciones de liga y Champions, la democracia irá sobreviviendo.