PARTIENDO de la base de que los límites impuestos a ETA -es decir, su desaparición con tres décadas de retraso- están más que claros por la casi totalidad de la sociedad, llamo la atención de los lectores los últimos cambios de opinión del Gobierno ante un eventual cese de la violencia activa. El ministro del Interior llevaba varios meses repitiendo que sólo cabían dos vías de normalización democrática: o bien ETA deja las armas unilateralmente o bien la izquierda abertzale tradicional se desmarcaba fehacientemente del terrorismo.

Pero últimamente el discurso se ha endurecido, coincidiendo con la ausencia del esperado comunicado de ETA desde la llamada de B. Currin hace ya demasiados meses a propuesta de Batasuna. Ahora, lo que se aceptaría por parte del Estado pasa por un cese definitivo de la violencia en todas sus manifestaciones, y apretando las exigencias para la eventual presencia electoral de la izquierda abertzale tradicional. Esta elevación del listón por parte del Gobierno español ha venido reforzada con la vuelta de tuerca a la Ley de Partidos recientemente aprobada con el objetivo de permitir el carácter retroactivo de una supuesta legalización de listas electorales blancas que luego no lo sean tanto.

Pero una cosa son los dudosos límites del Estado de Derecho para preservar a la democracia de aquellos elementos antidemocráticos y violentos que quieran aprovecharse de las instituciones, y otra, llegar a planteamientos que no tienen que ver con el fondo de este asunto. A ETA y a todos, hay que exigirles que hagan política sin la influencia de las armas y la extorsión. Mientras existan dudas razonables porque unos no dan el paso para dejarlo y otros tampoco lo dan para desmarcarse de quienes han estado en clara connivencia durante décadas, ni condenan, claro, la violencia de aquellos, tendrán que esperar. Pero mientras esperamos anhelantes que todos puedan participar en la vida política vasca sin la tutela de ETA sobre la vida de este pueblo, no es de recibo algunas exigencias colaterales que llevan un tiempo aflorando a la opinión pública.

Me refiero a las cada vez más abundantes reseñas apuntando a que es preciso algo más. Ya no es suficiente la entrega de las armas, en su caso, ni la condena rotunda a ETA para presentarse a las elecciones. Ahora, se exige la condena a toda la historia de esta violencia, a su derrota no sólo militar sino histórica, sociológica y política de todo cuanto pudo mariposear esta organización terrorista. Ya no basta el cese del terror (los medios antidemocráticos) sino también la condena de las ideas políticas (los fines). Y quienes así se expresan, no están pensando en el proyecto totalitario que durante décadas pretendió albanizar Euskadi. No. Se están refiriendo al proyecto nacional vasco mayoritario, mucho más amplio en su base y con hondo pedigrí democrático, proyecto que la propia ETA ha querido torpedear intentando servirse de su arraigo social.

Semejante inmoralidad de que con el arrastre de ETA al baúl de la historia, con el pretexto de una hipócrita higiene política pueda arrumbarse también al proyecto político mayoritario de este país, no se sostiene ni siquiera bajo el pretexto de que todas las ideas son defendibles. Esto huele a otra cosa. Mejor harían sus mentores en solicitar a la política española la memoria histórica, el reconocimiento del daño hecho (por ejemplo en Gernika, donde todavía no hay un reconocimiento ni perdón por parte del Estado, cuando incluso una delegación del Parlamento alemán se ha disculpado públicamente en Gernika, hace ya algunos años), y reclamar pasos en aras a una incipiente reconciliación -más allá de la normalización política- imposible sin la aceptación y el reconocimiento del daño causado.

El proyecto de una nación vasca y el derecho a decidir no es un apéndice de ETA, como algunos se afanan en presentarlos. Basta ya de intentos por demonizar un proyecto centenario democrático en su intento por contaminarlo incluso después de que desaparezca el terrorismo. Y encima, intentarlo en nombre de la decencia democrática. Todos pueden defender sus ideas, incluso éstas, pero nadie tiene derecho a tergiversar y manipular la realidad de Euskadi en nombre de la democracia, y todavía menos metiendo de por medio a las víctimas de ETA, apropiándose así del dolor para utilizarlo como una herramienta ética al servicio de sus cálculos políticos que tratan de ocultar desde una doble moral insoportable.