SI el gato con el que conviví durante la adolescencia estuviera vivo, le habría importando un pimiento la iniciativa municipal de permitirle viajar en tranvía. Lo trajo a casa mi hermano pequeño después de un campamento de verano. No hubo opción: se quedó, y ya no salió más que en una ocasión, y fue por accidente. Era un animal divertido; nosotros, los hermanos, unos cabrones. Lo llamamos Gotto por pereza: un cambio de vocal y una consonante más. Le poníamos la colección de Tintín de pie a lo largo del pasillo y saltaba los tebeos como un vallista de los Juegos Olímpicos. Un día se debió de tragar un ovillo olvidado de mi madre; lo descubrimos cuando la lana le empezó a salir por el culo y mi hermano mayor pisó el cabo: el gato salió disparado dejando tras de sí cinco metros, lo juro. Hubo que castrarlo después de que se meara varias veces en el costurero y a pesar de las relaciones sinceras que mantuvo con el león de peluche de mi hermana pequeña, a quien trató con envidiable afecto (al león, a mi hermana no le hacía ni caso). La única vez que salió de casa fue cuando se cayó por el balcón del patio interior. Lo recogimos dos días después, gracias a la ayuda de un vecino. Creo que fue violentado por los gatos callejeros. Imagino que se descojonarían de la nenaza que les llovió del cielo. Ya murió. Ahora tengo una zarigüeya. Se llama Mookie. Le he preguntado si quiere acompañarme en el tranvía. Me ha dicho que como es un mamífero nocturno sólo vendrá si se amplía el horario. Hablaré con el Ayuntamiento.
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