MIREN el calendario, señores: sí, hoy es día cuatro, como el título de estas líneas. Aprovecharé para confesar que este año no me he propuesto ningún reto, salvo sobrevivir, que mayor desafío no se me ocurre. Es decir, que no pienso acudir al gimnasio a eliminar carne, porque mi trabajo y dinero me ha costado acumularla y distribuirla por la singular figura que ustedes no ven bajo el careto de la izquierda; ni estoy dispuesto a dejar de fumar, porque cuatro cigarrillos al día me ayudan a sobrellevar la vida, lo que enlaza con el único reto que les he confesado líneas arriba; tampoco voy a iniciar el montaje del tanque nazi que anuncia la televisión, cuyas tres primeras piezas pueden adquirir en cualquier quiosco casi regaladas, más que nada porque seguramente faltarán centenares para completar el artilugio y tiendo a aburrirme con la cola, la de pegar; y, por último, les diré que este año no me he propuesto aplacar el cabreo que me provocan los politicastros que renuncian a sus principios, de ahí la utilización del despectivo. Cierro con una propuesta, que no es un reto pero cabría en cualquier programa electoral, siempre que sea valiente, y justifica aún más si cabe el titular: que la Navidad se celebre cada cuatro años, como los Juegos Olímpicos. Piénsenlo, porque ayudaría a las economías familiares a salir del enorme agujero al que les han empujado los gestores de esta crisis, permitiría a los niños apreciar de verdad los regalos que les llueven en sus cumpleaños, venceríamos al consumismo inútil y la recibiríamos, la Navidad, con más ilusión. Cuatro motivos.