¿QUÉ nos revelan en el fondo los documentos de Wikileaks? En contra de lo que indica el nombre (wiki: página de edición colectiva y leaks: filtraciones, divulgación indebida de información secreta o confidencial), poco de nuevo. Mas allá de los hechos anecdóticos contenidos en los papeles desvelados (quién dijo qué a quién, qué piensa quién sobre su majestad fulano o su excelencia mengano, quién conspiró para qué, qué gobierno presionó a qué otro), casi todo lo que nos van desgranando los medios de comunicación suena a sabido o, cuando menos, a intuido. Quizás por ello el affaire queda confinado a las páginas de los periódicos y el debate a los propios periodistas que comentan las filtraciones y a algunos de los políticos aludidos. No parece que la cruda verdad revelada por Wikileaks vaya a causar ninguna revolución ni vaya a derribar ningún gobierno, ni siquiera llega la cosa a la dimisión del correspondiente chivo expiatorio con el que suelen saldarse los escándalos políticos.

En primer lugar, nos confirman algo archisabido. Que los políticos mienten (no todos, claro, pero una cantidad alarmantemente significativa de ellos) y mienten mucho, o cuando menos disimulan u ocultan la verdad en abundancia y manejan con soltura la más refinada hipocresía. Mientras afirman estar trabajando en una dirección, en realidad lo hacen en otra distinta, dan buenas palabras a una parte y a la contraria sobre su buena disposición a apoyarle en un conflicto o una negociación y a la hora de actuar se desentienden de lo dicho.

Nos ratifican en que muchos gobernantes que son recibidos con alfombra roja, guardia de honor e himno nacional en realidad son despreciados por los gobernantes que los reciben, saludan y condecoran. Por corruptos, por autoritarios, por incompetentes, por criminales. Pero hay buenas razones de interés nacional o de interés económico para fingir. La democracia, los derechos humanos, el respeto de la reglas del juego internacional se exigen con un rigor variable en función de las reservas de petróleo o de otras materias primas de valor estratégico, en función de la balanza comercial o del PIB o simplemente de la capacidad militar o política para frenar a vecinos indeseables del país en cuestión.

El emperador está desnudo, como lo estuvo siempre, sólo que ahora no es un niño el que se atreve a decirlo, sino que le han sacado una fotografía y las han publicado donde todos podemos apreciarla. Así que los ciudadanos podemos transitar de un lado al otro de esa doble realidad política en la que vivimos habitualmente, al parecer, sin mayor problema.

De un lado, hacemos como que nos creemos la propaganda oficial. La democracia moderna no es como aquella que imaginaron los clásicos griegos, en una ciudad de población reducida donde todos los ciudadanos se conocen y participan de forma directa en el gobierno. Es una democracia de masas, donde el poder está muy alejado del ciudadano y donde gobernantes y gobernados se relacionan principalmente a través de los medios de comunicación. La democracia mediática obliga a una permanente campaña electoral donde los candidatos deben ser, si no muy guapos, cuando menos muy fotogénicos, desenvueltos, simpáticos y cercanos; donde hay que agradar a la mayoría y no perder ni un voto de los posibles, aunque sea a base de no comprometerse, no tener principios rígidos ni valores firmes, no decir lo que se piensa y perderse en continuas vaguedades y generalidades biensonantes; donde hay que prometer sin descanso y contentar a todos, aunque se carezca de la posibilidad de cumplir lo prometido; donde hay que fingir tener más capacidad para resolver los problemas que la que se tiene en realidad, sobre todo porque el poder real no está en el ámbito de la política sino en el de la economía. Así que hacemos como que creemos que seleccionamos a los líderes políticos de entre los mejores, que son personas preparadas, entregadas y responsables que nos van a resolver nuestros problemas, cuando no seres dignos de admiración, respeto, aplauso y tratamientos pomposos.

Pero por otro lado, despotricamos a diario de los políticos, los responsabilizamos de todo lo que va mal, los consideramos hipócritas, mentirosos, corruptos, vagos, ineptos. Tal como quedan retratados en Wikileaks. Afirmamos que no nos dejamos engañar por la propaganda, que no seguimos la política, que no creemos en nada ni nadie. Suspendemos a los políticos en las encuestas de opinión y los ponemos, no como solución de ningún problema, sino como uno de nuestros principales problemas. Pero, eso sí, el desmovilizado ciudadano medio no está dispuesto para cambiar las cosas más que, como mucho, ir a votar cada cierto tiempo y habitualmente volver a votar al mismo partido de la última vez. La política, para los políticos… aunque sean tan nefastos.

La realidad no es ni tan blanca ni tan negra, sino que como casi todo se mueve en una amplia gama de grises. Hay buenos y malos políticos; hay corruptos y criminales, pero también los hay honrados y comprometidos. Los hay más mentirosos y los hay más sinceros. Como los propios ciudadanos que los eligen o los soportan, que tampoco son iguales pero que, en general, como seres humanos, son capaces de lo mejor y de lo peor, también pecan de hipocresía, egoísmo e incoherencia, también en su vida privada adolecen de los mismos vicios puestos de manifiesto en Wikileaks (¿qué tal soportaríamos similares filtraciones sobre comportamientos privados?).

Todo lo dicho no disculpa las responsabilidades a exigir a quienes detentan cargos públicos; mal de muchos no es excusa para nadie. Pero para tener políticos con un nivel elevado de exigencia también hacen falta ciudadanos exigentes, que no es lo mismo que ciudadanos descontentos. La insatisfacción con los políticos no se resuelve poniéndoles un suspenso en el CIS, ni disminuyendo la participación y la implicación ciudadana en la política. Para cambiar hay que actuar.