NO les sorprenderé si les digo que no entiendo la televisión que se hace ahora. Quizás es así porque en ella encuentro muy pocas cosas que me llamen de verdad la atención, que despierten un poco mi dormido interés. Y miren que tenemos canales donde elegir programas que no sean películas, que el cine no entra en esta reflexión (en realidad, merecería un capítulo aparte: pocas cadenas emiten largometrajes de más de 20 años de antigüedad), pero no hay manera: la tedeté sólo nos ha proporcionado un robustecimiento del pulgar. De entre el laberinto catódico, sólo rescataré una serie sobre un tipo que te mira a la cara y sabe si mientes o no, en la que milito desde que comenzó (he comprobado que la gran mayoría tiene una adicción catódica, y la mía es Miénteme, aunque sin llegar al paroxismo que alcanzan algunos aficionados a las series televisivas). Más allá de Tim Roth, el desierto. Mando en mano soy incapaz de quedarme en esos pretendidos debates en los que todos gritan y pasean sus miserias y vergüenzas, en algunas casos literalmente, más que nada porque ni sé quiénes son ni me interesa conocer sus tribulaciones sexuales, vicisitudes económicas o episodios venéreos, y este tipo de emisiones abundan en canales de diferente orientación ideológica. Les confieso, eso sí, que la segunda cadena española ha recuperado parte del prestigio del que gozó en el pasado: ante el desinterés de la programación de la competencia, prefiero una entrevista a cualquier genio de la ciencia, aunque no entienda nada de lo que dice.
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