saski caminaba erguido por la nevada calle Dato con una amplia sonrisa dibujada en su rostro. Observaba la recién estrenada iluminación navideña con orgullo de ciudadano integrado en la comunidad, con esa sensación de pertenencia que te ata a lo propio a través de un férreo cordón umbilical emotivo. Sentía a su alrededor las miradas cómplices de los paseantes, algunos de los cuales le saludaban afectuosos, le lanzaban guiños o le hacían el gesto de la victoria con sus dedos.

Siempre había sido considerado elegante y distinguido en una ciudad en donde subyace una pátina burguesa que santifica un discreto esnobismo sin estridencias. Su impresionante planta cercana a los dos metros de altura causaba furor entre las féminas, que admiraban su porte aristocrático rubricado con esos lujosos trajes tejidos en grana y azul que le otorgaban una presencia ilustre.

Su mansión de Zurbano era el punto de encuentro más cosmopolita del territorio. Allí llegaban con frecuencia invitados procedentes de todos los rincones del mundo, y las suntuosas fiestas que Saski organizaba en aquel palacete modernista se erigían en el acontecimiento social de la temporada. Los que lograban asistir describían los lujos del evento con devoción, ya que allí compartían mesa y mantel, canapé y champán, implacables banqueros, poderosos empresarios e influyentes políticos que luchaban codo con codo para lograr los favores del señor de la casa.

Sus éxitos en los negocios y sus contactos le habían permitido ampliar su hacienda mucho más allá de donde alcanza la vista, construyendo un complejo de ocio para toda la comunidad, una suerte de parque de atracciones anexo al castillo para que los ciudadanos interpreten su compromiso con la sociedad que le había entronizado.

Después de recorrer todo el Ensanche decimonónico, Saski dobló una esquina y se encontró con que en aquella zona la nevada había sido más implacable. Las máquinas de limpieza municipales no habían eliminado aún los efectos de la vestisca y los paseantes caminaban con dificultad entre el hielo. En una esquina le llamó la atención un indigente solitario. Su rostro le resultaba familiar y se acercó a su lado. Aquel abrigo cruzado con líneas azules y blancas aparecía manchado y apenas se le distinguían ya los colores, pero le reconoció de inmediato. Era su primo Glorioso, un apelativo que alguien le había endosado no sin cierta ironía en algún momento de su atribulado pasado y ahora arrastraba como una losa de sarcasmo existencial.

Le miró a los ojos y el hombre le devolvió la mirada con tristeza. En aquellas pupilas se dibujaba el desencanto de toda una vida repleta de altibajos, la historia de un ser humilde que una vez alcanzó la gloria y aún mantenía en sus labios el regusto salado del hundimiento. Saski recordaba cuando en el mes de mayo de 2001 aquel hombrecillo que ahora lamentaba sus miserias en un rincón de la calle tuvo en sus manos el cielo. Ocurrió en una ciudad que desde entonces forma parte del panteón de los sueños. En Dortmund, en la fortaleza de Westfalen, los milagros cobraron forma, pero como si de un globo hipertrofiado se tratara, toda la fantasía se vino abajo en una noche y reventó en mil pedazos.

Aquella fiesta truncada en el corazón del continente marcó el deslizamiento del primo de Saski por un túnel que le llevaría a las entrañas del averno. En aquel descenso al inframundo, Caronte adoptó la forma de hábiles prestidigitadores, encantadores de serpientes llegados de oriente y mercachifles avezados en el arte del engaño. Todos dejaron a Glorioso en la bancarrota, le sumergieron en el descrédito y le arrojaron al olvido mientras su abrigo centenario perdía brillo bajo una lluvia ácida y amarga.

Saski le miró una vez más y rebuscó un improvisado aguinaldo en los rincones de su vestimenta. Al fin y al cabo era Navidad y aquel tipo triste pertenecía a la familia. Pero miró en todos los bolsillos de su gabán azul y grana y se dio cuenta de que no llevaba nada encima, que aquel día de fiesta y celebraciones se había dejado por primera vez la cartera en casa.