Somos cada vez más los ciudadanos que iniciamos el día conectándonos a la Red, damos un paseo por Windows, nos comunicamos por motivos laborales, familiares o amistosos vía e-mail, SMS o Skype, nos desplazamos orientados como por arte de magia con GPS o hacemos nuestros pagos con tarjeta electrónica. Nos ubicamos con total naturalidad en el planeta por Google Maps y nuestra imagen queda grabada en un sinfín de omnipresentes videocámaras que no percibimos. Si hablamos de jóvenes sabemos que el uso de ordenador es prácticamente universal. El 94,6% de los menores lo utilizan, el 87% navegan en Internet y la mayoría tiene cuentas en redes sociales, fundamentalmente en Tuenti y en Facebook, donde comparten juegos, hobbies e intereses.
Para muchas personas, estos virtuales encuentros on-line y esas grabaciones están envueltos en un velo de misterio; para otras, cada vez en mayor número, esos acrónimos, anglicismos y la tecnología que encierran, forman parte de su día a día y, sin llegar a la tecnoadicción, su ausencia les paralizaría dejándoles literalmente incapaces y desconectados.
Las personas crean en estas redes su propia transparencia y, junto a todas las cautelas y garantías legales, conviene no perder de vista que los riesgos se controlan mejor por los propios autores de la información. Conviene cuestionarse si los amigos de los amigos de mis amigos, son mis amigos y valorar las consecuencias de esa idea, tan alejada del sentir cartesiano y tan instalada en la red, de que todos me conocen, luego existo. Conviene tener presente el sabio consejo sálvate a ti mismo.
La mayoría de usuarios sabemos que Internet es un mundo de tratamiento de datos y que, una vez dentro, nuestros datos navegan en algún lugar, en la nube, ya no somos dueños de ellos. Hasta el punto decimos todo está en la nube, para designar la tormenta de aplicaciones y datos que hay en la red.
Ahora bien, todos estos mecanismos, con su apariencia de alta tecnología en permanente innovación, también pueden favorecer la consolidación de una sociedad de control y tenemos que evitar que la seguridad y la innovación generen miedo y, a consecuencia de ello, una cultura paralizante.
La normativa que protege el derecho fundamental a la protección de datos personales ha construido un sistema de garantías basado, fundamentalmente, en los principios de finalidad, calidad y consentimiento, unos principios decisivos para asegurar la tutela efectiva de las libertades.
Esta preocupación por las libertades ha sido objeto de análisis en la reciente Conferencia Internacional de Autoridades de Protección de Datos celebrada en Jerusalén que, al abordar los nuevos retos a los que se enfrenta este derecho, ha analizado de manera muy singular la denominada Internet de las cosas. Un término que designa a una red de objetos equipados con dispositivos de identificación minúsculos -por ejemplo, RFID o Identificación por Radio Frecuencia- similares a una pegatina incorporada a un producto, animal o persona que no requiere visión directa entre emisor y receptor, que permite saber exactamente dónde están y, en consecuencia, quién los ha adquirido, robado o perdido. Aplicando este sistema de identificación a sectores como la telemedicina, el comercio, el tráfico, la seguridad, el paso automático en peajes, los controles de acceso, o los chips en mascotas, no cabe duda de que nuestra vida cotidiana sufriría una transformación. En la Internet de las cosas éstas tienen identidad propia y dialogan entre sí; se trata de un nuevo sistema que permite almacenar y recuperar datos, transmitir su identidad y su ubicación, en el que se combina la información generada por personas con la generada por todo tipo de objetos conectados a personas y máquinas.
No estoy hablando de ciencia ficción. Ya en 2005 la Unión Internacional de la Comunicaciones anunciaba este fenómeno, mientras que la Comisión Europea elaboró un informe en el año 2009. Las autoridades de Protección de Datos, conscientes de que, de entrada, este fenómeno supone un desafío para la privacidad y hace necesarios cambios normativos, venimos analizando sus consecuencias y haciendo propuestas para que el respeto a los principios de la protección de datos favorezca la confianza en los avances del mundo digital y evite que se extienda una percepción negativa de la tecnología. Y es que aquí la normativa en vigor, la tantas veces invocada autodeterminación informativa y el sálvate a ti mismo propuesto resultan ya insuficientes.
No me cabe duda de que tendremos que volver a hablar y mucho de esta tecnología, de momento sólo pretendo que vayamos haciendo nuestro el concepto Internet de las cosas.