HA pasado mucho tiempo, treinta años para ser exacto. Por caprichos del azar, el día que asesinaron a John Lennon yo vivía en Londres, en West Hampstead. Recuerdo bien aquella mañana. Me levanté temprano y nada más entrar en la pequeña cocina del domicilio de Mary McDonnell -allí me alojaba entonces-, ella, con su indefectible Marlboro en una mano y una taza de café en la otra, me soltó: "John Lennon is dead", mientras dirigía su miraba al receptor de radio. Poco más tarde tomaba el metro para trasladarme al centro, donde trabajaba. Pero ese día prometía ser diferente a los demás. Era un lunes, 8 de diciembre de 1980.
A diferencia de los meridionales, se dice que los ingleses son gente de emociones contenidas, de no dejar exteriorizar los sentimientos, como si con ello se fuera a violar el último reducto de su privacidad. Pero la noticia de la muerte de Lennon se propagaba por la calle y entre la multitud que llenaba los transportes públicos -más silenciosos aún que de costumbre-, donde una sensación de tristeza colectiva parecía invadirlo todo al igual que una ráfaga de smog. Por contra, las emisoras de radio, los centros comerciales, las agencias de apuestas o los locales de fish & chips no cesaban de emitir a través de sus altavoces Instant karma, Jealous guy, Working class hero que intercalaban con canciones de los Beatles.
Ya de noche, la TV empezó a esbozar la suerte del presunto magnicida, un perturbado con inclinaciones mitomaníacas identificado como Mark David Chapman. Por lo que luego se supo, el tipo se había entretenido en elaborar una lista negra de candidatos como posibles objetivos, el cómico Johnny Carson o la actriz Elizabeth Taylor entre otros, pero eligió asesinar a Lennon "porque parecía el más accesible" declaró ante la Corte de NY. Chapman reconoció que su única motivación para acabar con la vida de estos personajes era la fama, añadiendo una críptica sentencia en su descargo: "No se trataba de ellos, sólo se trataba de mí".
Tan lejos de Nueva York como Honolulu, el hombre llegó al convencimiento paranoico de que Lennon era un hipócrita. Frustrado, interpretó que la solución a su desorden emocional residía en aniquilarlo. Así pues, el 29 de octubre de ese año Mark Chapman toma un vuelo de Hawai a Nueva York, adjuntando una pistola a su equipaje. En cuanto toma tierra, se dirige al edificio Dakota, en la Upper West Side, donde el ex Beatle vivía junto con su familia, haciendo exactamente lo mismo durante los cinco días siguientes. De ese modo, inflamado por un ardor fanático telefonea a su esposa y le dice que está planeando asesinar a John Lennon. Ella, sabedora del problema del marido pero no de su gravedad, logra disuadirle. Sin embargo, el 5 de diciembre regresó a Manhattan con intención de acabar lo que había empezado.
Tres días después, John le firmará a aquel tipo un autógrafo a las puertas de su casa sobre la cubierta del elepé Double Fantasy, recién salido al mercado. Chapman, de pie y con la boca abierta, parece enmudecer al haber logrado conocer de un modo tan simple a su ídolo, sin guardaespaldas ni protocolo. Tanto que Lennon, algo contrariado, llegó a preguntarle: "¿No era eso lo que querías?", a lo que Chapman respondió titubeante: "Sí?, gracias, John". El hombre permanece frente al edificio Dakota varias horas más, con su disco autografiado bajo el brazo y la pistola en el bolsillo de su trenca. Cuando John y Yoko regresan a casa, éste le grita: "Señor Lennon?". En ese instante, John se gira hacia la voz y Chapman abre fuego sobre los hombros y espalda de su víctima, que se desploma ante el gesto dislocado de su mujer. Una ambulancia y varias patrullas de Policía no tardarán en llegar al lugar del suceso. Rápidamente trasladan al herido al Hospital Roosevelt, pero cuando los sanitarios le preguntaron si sabía quién era, Lennon no supo qué responder. Los daños eran irreversibles. En el momento de su detención, Mark Chapman llevaba encima algunas balas del 9 corto, una tarjeta de crédito y una copia de El guardián entre el centeno de Salinger.
Este turbio episodio acaba aquí, pero su origen no comienza sino cuatro décadas antes. El 9 de octubre de 1940, en la sala de maternidad del Oxford St. Hospital de Liverpool, nacía John Winston Lennon. Además de Julia, su madre, sólo tía Mimi estuvo presente durante el parto. El padre, Alfred Lennon, marino mercante, siempre estuvo ausente. En realidad, nunca se hizo cargo del chico ni de Julia Stanley, la esposa. Ella, debido a su precaria economía y a ciertos desarreglos psicológicos, tuvo que dejar al pequeño John al cuidado de su hermana Mimi (Mary Stanley). El niño fue bautizado como John Winston en honor a su abuelo y al primer ministro Churchill (la generación de Lennon es conocida como los "hijos de II Guerra Mundial", a la sazón el bebé vino al mundo durante una inoportuna visita de la Luftwaffe).
En 1958, la madre de John es brutalmente atropellada. El vehículo lo conducía un policía de paisano en estado de embriaguez. Murió en el acto. Este trágico suceso, junto al abandono del padre, persiguió al chico durante toda su vida, llevándole a componer un enlutado repertorio de elegías como Julia o Mother. A partir de entonces, la música y el alcohol serían su refugio más prometedor mientras encajaba la pérdida irreparable de sus progenitores. Posteriormente, John participó en varias bandas de rock & roll, en aquellos días un sonido insurrecto importado de EEUU. De allí nacieron The Quarry Men, Johnny & The Moondogs o The Silver Beatles. Pero fue a finales de 1960 cuando, en compañía de tres paisanos, Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison, fundó la base de algo poderoso y diferente que llamó The Beatles, una pedrada en la frente de aquella sociedad, capaz de cambiar el curso de la música.
El invento duró hasta 1970, año en que el cuarteto quedó definitivamente disuelto. Tras esta década triunfante, tortuosa e irrepetible, Lennon siguió experimentando todas las posibilidades generacionales que le rondaban, desde la radicalización política, las drogas, la composición de himnos pacifistas, incluso desparrames disonantes como Two virgins, Life with the lions o Wedding album (vinilos tan cotizados en el zoco fetichista como inaudibles), hasta pasar a ser un personaje en permanente construcción, controvertido y caricaturizado.
Hoy, de los Beatles y de John Lennon pervive una pujante industria, reanimada periódicamente por reediciones, remasterizaciones y el reciente desembarco del mercado digital, itinerario que ha sobrevivido con creces a sus propios genios creadores. Su empobrecido Liverpool natal se ha transfigurado en un parque temático a mayor gloria de aquellos cuatro descastados héroes de clase trabajadora que, sujetos a un provincianismo paralizante, acabaron por huir a Londres y de allí al mundo entero.