una docena de estudiantes trotskistas que durante la carrera hizo piña en los márgenes de las aulas acordó después de licenciarse celebrar todos los años una cena de reencuentro, pero con el pacto de que, con los años, quien considerara de sí mismo que se había aburguesado debería de abstenerse de acudir a la cita anual. Los primeros años siguió siendo un grupo irreductible, pero con el tiempo, inevitablemente, fueron apareciendo los matices y las gradaciones que imprimen la edad y la perspectiva -además de una tragedia y algún choque personal- y se fueron descolgando los primeros desertores, cuya ética les hacía reconocer su propia evolución y respetar el pacto. Los que iban quedando, todavía puros pero cada vez con más sillas vacías y cada vez más aburridos, seguían conjurándose en la pureza marxista, pero los disidentes -impregnados por la vida, la realidad y el sentido del humor- fueron organizando quedadas alternativas en las que lo fundamental no era la ortodoxia, sino sencillamente que seguían queriéndose por encima de la evolución personal de cada uno. Que, aun habiendo cambiado varias veces de vida y aun habiendo relativizado las ideas, cada uno seguía siendo el mismo. Hoy, 18 años después del pacto, se vuelven a reunir en ese cenáculo paralelo que ha vuelto a reagrupar casi todos. La edad -pasan ya de los cuarenta- ha difuminado las diferencias y ha roto los dogmas, pero ha madurado y redescubierto otro mundo entre ellos. La impureza quizás resulte menos coherente, pero es más vital.
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