NO me refiero al que puede atenazar a cualquiera que se pierde de noche en un bosque y se topa entre la niebla con la puerta enrejada de un cementerio olvidado; tampoco al que se siente cuando uno se tuerce el tobillo subiendo al Gorbea y no tiene cómo pedir ayuda porque ha decidido salir al monte sin compañía y sin móvil; menos aún al que sufre un novato cuando tiene que adelantar el primer camión de su carné de conducir mientras los listos del asfalto se le acercan impacientes y chulescos. Es otro miedo. Quizás ni se le pueda definir como tal. Es una intensa preocupación que sólo la cura el tiempo, y a veces ni así sana. Anida en la sangre de madres y padres y empieza a extenderse cuando los hijos dejan atrás la niñez. A veces se mezcla con una excesiva curiosidad por conocer el despertar amoroso de nuestros chavales, amoroso por no decir sexual, que en estos tiempos los primeros roces llegan atropellados. En otras ocasiones es más una inquietud dolorosa por no saber qué hacen, con quién andan, si ya han empezado a beber, si fuman cigarrillos, si le dan al porro, si alguien les vende alcohol, si ya han ensayado el botellón en los columpios del barrio. Es fácil decir que bastaría con recordar lo que nosotros hicimos cuando teníamos esos 12, 13, 14, 15 o 16 años, si bebíamos, si fumábamos, si nos enamorábamos, pero no tanto ponerlo en práctica. Mirémonos al espejo. Todos hemos crecido, de mejor o peor manera. Ahora les toca el turno a ellos. Quieren espacio, el mismo que buscábamos nosotros. Sólo tenemos que ayudarlos. Y qué difícil es.