Mal que le pese al amigo Benedicto, en estos días tener fe en un ser superior es casi imposible. Si es notablemente jodido creer en el ser humano, como para hacerlo en algo de cuya existencia no tenemos ninguna evidencia fehaciente. No es la primera vez, ni seguramente la última, que me explayo en este espacio sobre la contumaz estupidez del ser humano y su pasmosa habilidad para dar por saco al vecino. Aunque creo que lo hago por el simple placer de constatar de vez en cuando que no todo es tan sombrío, que el momento más oscuro de la noche es el que precede al amanecer. Estos días, si se asoman a las páginas de Política de este periódico y del resto, caerán con frecuencia sobre las escasas informaciones que llegan desde el Sahara Occidental. Escasas y dramáticas, como si por no contar las cosas no existieran ¿verdad? Pero lo más triste no es el penar del pueblo saharaui, lo más indignante no es la eficaz actividad violenta y dictatorial de las autoridades marroquíes, que lo son; tristeza, indignación, desaliento y vergüenza es que las historias de muerte y violación de derechos ni siquiera asomen en las agendas del resto del mundo. Por eso, aunque sea una frivolidad que no venga a cuento, permítanme que le busque cierto espíritu poético y soñador a ese avión de papel pilotado por un playmobil que ha llegado hasta el límite de la atmósfera con el espacio. Que la cosa es una chorrada como un piano, sí, pero hay cierta belleza en la inocencia de la aventura y de los tres chalados a los que se les ocurrió. Pelín friki, pero energía mejor empleada que la de otros...
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