cuenta una vieja leyenda palestina cómo un criado aterrorizado, tras haberse cruzado con la mirada de la Muerte en el mercado de Samaria, huyó de la ciudad cabalgando hasta reventar el caballo que le prestó su amo para llegar antes de anochecer a Jerusalén. El amo, preso de la curiosidad, fue luego en busca de la Muerte para aclarar el sentido de su gesto, pero ésta le aclaró que su mirada no fue tan siniestra como de extrañeza, pues le sorprendió ver a su criado tan lejos de Jerusalén, que era en realidad donde le esperaba esa misma noche. Otra vieja leyenda africana cuenta cómo a Kimbo un amigo le salvó la vida al aceptar intercambiarse el nombre con él para despistar a la Muerte cuando ésta fuera a buscar al niño enfermo. Unicef acaba de poner en marcha la campaña Mi nombre es Kimbo para luchar contra el destino de más de veintemil niños africanos que mueren cada día por causas evitables, en muchos casos tan fácilmente como facilitándoles agua potable o vacunas contra el sarampión. La campaña nos invita a asumir el nombre de Kimbo, una forma simbólica de ponernos en el lugar de los niños africanos para sortear su fatalidad. Y de esta manera, la leyenda nos ofrece dos lecciones. La primera, que el ejercicio de meterse en la piel del otro -del paria, pero también del diferente- resulta muy saludable. Y la segunda, que el destino no es tan infalible ni tan inmutable como nos lo habían pintado; basta con no aceptar con tanta resignación que las cosas siempre han sido así.