PARECE que las guerras asimétricas o irregulares han sido realidad desde los tiempos más remotos de la historia. Cuando dos contendientes armados tienen un nivel tecnológico diferente, la guerrilla se convierte en la acción armada de quien se considera inferior. Ataca y se esconde inmediatamente. Chechenia, Afganistán e Irak sugieren la perenne existencia de David y Goliat. Sólo vence David cuando Goliat no domina el terreno y aprovecha cualquier piedra del camino para hacerle daño, como parece que sucede en Afganistán. Aun así, no se trata de justificar ninguna guerra, incluso cuando se ha utilizado el derecho para dar carta de legalidad a los conflictos armados. Se ha hablado de precio de la sangre frente a superioridad tecnológica, con vías legales de combate que incluso han sido justificadas por el derecho en casos de movimientos de liberación nacional durante la descolonización y movimientos de lucha anti-apartheid. Se ha hablado también de la comunidad internacional, como si hubiese comunidades que no son internacionales. Y se ha utilizado el paraguas de la ONU, una institución más bien simbólica, en manos de quienes detentan realmente el poder en el mundo, con un sistema vergonzoso de derecho a veto.
Pero no debemos aceptar las guerras, ninguna guerra. Tras el 11 de septiembre se habla de insurgencia y de contrainsurgencia. Y parece que seguimos en pie de guerra cada vez que se habla de que un artefacto explosivo puede estallar en un avión. Aunque se acepte que el diferencial de fuerza sea enorme, cualquier posible atentado que paraliza aeropuertos lleva la guerra al campo psicológico, le da categoría de ubicuidad a uno de los contendientes, y se sigue manteniendo invisible, lo cual sigue dando carta de naturaleza a la existencia de la guerra en el seno de las poblaciones civiles, cuando se consideraban a salvo y se limitaban a enviar soldados a miles de kilómetros. Es una razón para pensar que cuando se envía un ejército a un país extranjero, aunque se utilicen palabras para ocultar la realidad, se está viviendo en la retaguardia de una guerra.
La estrategia de quien se considera más débil es la de no confrontarse directamente con la capacidad de ataque del fuerte, ataca por sorpresa, se esconde entre la población civil, y recurre a engaños con explosivos improvisados para causar desgaste y desaliento en el enemigo con el mínimo de pérdidas. Si consigue el apoyo de la población civil y conoce bien el territorio, tiene una gran baza. Si pierde el apoyo civil, si tiene en contra a una mayoría, si hace daño en el propio territorio… tiende a desaparecer. Es una de las lecciones de nuestro entorno. La estrategia de cercar a la insurrección, dejarla sin aprovisionamiento, sin fondos, sembrar división, quitar a sus jefes, e intervenir política o socioeconómicamente contra la población que significa el sostén de la lucha armada… es la estrategia del fuerte. Pero si su capacidad de monopolio de la violencia le vuelve tan amoral que comete torturas, violaciones, asesinatos, amparándose en la presunta invisibilidad de sus acciones no consigue más que alimentar la insurgencia -seguimos cayendo en la trampa del lenguaje- y da pie a que las fuerzas presuntamente débiles consigan la victoria. (...)
Desgraciadamente, sobre todo, para quienes consideramos innecesaria cualquier guerra, es el tipo de guerra que hoy predomina. Se le llama transformación de la guerra. Ni guerra entre Estados ni entre superpotencias, porque aún seducen las guerras irregulares, asimétricas. Hay quien dice que con el ascenso de China, Brasil, India, o incluso Irán, se puede volver a tensiones de fuerza en donde el músculo nuclear sirve de advertencia. ¡Qué estupidez! Tantos años de evolución humana para esto. Con la cantidad de retos que tenemos pendientes por resolver: el hambre, las enfermedades, nuestra fragilidad ante las fuerzas de la naturaleza…