ha sido Vitoria históricamente una ciudad dialéctica, a pesar de su secular conservadurismo y ese enorme manto gris que cubre su intrahistoria. Les he contado en estas mismas mesas de redacción la interesante controversia que a mediados del XIX provocó la llegada del ferrocarril -aún hoy no sabemos si era amenaza u oportunidad- y la disputa entre el quimérico alcalde Ladislao de Velasco y las miserias de los rentistas locales que terminaron por desvirtuar ese malogrado gran boulevard que iba a conectar la Plaza Nueva con la flamante estación de tren, que al final se quedó en la provinciana calle Dato. Pues bien. Allí se comenzó a levantar una frontera imaginaria entre dos Vitorias que algunos creen percibir todavía en la Gasteiz del XXI. Cuentan las crónicas que al abrigo del nuevo Ensanche, "funcionarios civiles y militares, abogados y notarios, médicos y boticarios, abastecedores del ejército, comerciantes e industriales, terratenientes y rentistas e incluso no pocos aristócratas" que hasta entonces habían residido en la vieja colina bajaron a esa ciudad nueva de Dato, que también albergó a los edificios públicos más representativos, cafés de tertulia y tiendas de moda. Y, en el otro lado, "artesanos, menestrales, jornaleros y cuantos no podían pagar alquileres más elevados" se quedaron en el Casco Medieval. Seguramente a muchos de ustedes, aún hoy, les vengan a la mente nombres, conocidos o amigos de una u otra Vitoria que responden a estos arquetipos. Y quizás la gracia de esta ciudad resida, aún hoy, precisamente en esta dualidad.