LA crisis económica actual me ha traído a la cabeza un documental de la BBC que vi hace tiempo. Se llamaba Nazis: un aviso de la historia. Si fuera por mí, creo que debería proyectarse obligatoriamente en todos los colegios del mundo. Me parece que dice mucho sobre la naturaleza humana. O, mejor dicho, sobre nuestra carencia de ella, o por lo menos acerca de la dualidad o contradicción que encierra la misma. El documental, que trata de radiografiar el conjunto de la sociedad alemana que permitió el advenimiento de Hitler al poder, termina con una frase del filósofo alemán Karl Jaspers, quien fue a su vez perseguido por el nazismo. Viene a decirnos que no recordar lo que sucedió constituiría el mayor de los delitos. Porque, además de un aviso de la Historia, el nazismo es sobre todo una lección que ésta nos da. Sin embargo, lo más descorazonador es que constituye también una prueba de lo sordos que somos a sus advertencias.

A mi juicio, lo más grave y temible del holocausto es que considero un supino -pero sobre todo hipócrita- error pensar que la sociedad alemana de la época (que obviamente contempló los hechos con algo parecido a la connivencia) era especialmente abominable o amoral con respecto a cualquier otra. Aquella sociedad no tenía nada de particular. Era una masa de personas. Nada más y nada menos. Y como tal se comportaba. O sea, exactamente igual que las demás cuando tienen hambre.

La crisis económica actual todavía dista bastante de la profunda miseria que asolaba Alemania en esa época, pero ya es lo suficientemente adversa para que observemos brotes de xenofobia en muchos ámbitos, así como otros comportamientos que beben de las mismas fuentes o motivaciones. Y es que incluso grupos sociales de inspiración supuestamente solidaria y progresista, han mostrado ya sus flaquezas (por decirlo en plan suave) cuando vienen mal dadas.

Lo más preocupante de todo esto es que, casi siempre, son sólo unas circunstancias favorables concretas las que nos permiten ocultar al implacable verdugo que casi todos llevamos dentro. No es ni mucho menos una casualidad que la mayoría de los ciudadanos alemanes abrieran los ojos sólo para ver aquello que querían o les convenía ver. Además, no tuvo nada que ver con la cultura y la educación de esa sociedad. Todo lo contrario, en ese sentido ésta era por otra parte una de las más refinadas del mundo, si no la más. Guarda sólo relación con lo más obscenamente prosaico y superficial que existe. Es decir, con la prevalencia de nuestros cuerpos sobre nuestras almas.

Los alemanes de la época no podían prever (aunque luego sí ver bastante bien) que el ser desquiciado que les iba a sacar de la miseria material lo haría al precio de conducirles a una mucho mayor miseria moral. Con bastante e interesada lógica, fueron perfectamente capaces de sobrellevar o soportar la segunda. El motivo es que de no haberlo hecho habrían vuelto a experimentar el yugo de la primera, sólo que de una forma mucho más expeditiva.

Somos los únicos seres capaces de saquear, expoliar y asesinar para enriquecernos con todo aquello que no necesitamos. Pero también los únicos dispuestos a sacrificar nuestro interés, e incluso nuestras vidas, por nuestros semejantes. Estos últimos puede que incluso seres de lo más despreciables. Pues bien, es esa supuesta libertad de acción la que nuestra triste Historia pone a veces en entredicho.

Los que lo tienen todo aseguran que lo sacrificarían enteramente por muchos de los valores humanos más vivificantes, justo por ser inmateriales. Por el contrario, los que no tienen nada aspiran a tener parte de ese todo, porque aseguran que el altruismo espiritual es un lujo que nadie puede permitirse sin pan que llevarse a la boca. Al final, salvo en contadísimas excepciones, todo es autoindulgencia.

A pesar de reconocer la cobardía y el miedo que esta afirmación encierra, supongo que me alegro de no haber vivido mi juventud en la Alemania nazi. Pero no lo digo sólo por las razones obvias. Es decir, no tanto por las consecuencias finales que la guerra tuvo para Alemania. Sino más bien para así no tener que saber cómo habría reaccionado a los acontecimientos. Sin embargo hay otros momentos en los que me gusta elucubrar sobre ello sacudiéndome un poco mi innato conformismo burgués. Es entonces cuando ansío fugazmente transportarme a esa época para intentar averiguar las respuestas a las preguntas más incómodas.

Creo que lo que pasó en Alemania no tiene importancia sólo como aviso de la historia, sino como ejemplo de que no es al de enfrente a quien más hay que temer, sino a uno mismo. Y con esto no trato, ni mucho menos, de descargar un ápice de la responsabilidad de quienes cometieron semejantes atrocidades. Antes bien, es cuestión de asumir también que actualmente, en las cosas más pequeñas y aparentemente intrascendentes, la mayoría de nosotros traicionamos a la historia al negarle su legado. Y lo hacemos siendo igualmente un poquito nazis.

Hitler fue un verdadero demonio, de acuerdo, pero no hay que olvidar que éstos necesitan también alimentarse. De hecho son los más glotones e insaciables. Viven precisamente de la tácita connivencia de su público, del vergonzante silencio de los cómplices que permiten por desidia el advenimiento de su catastrófico reinado.

Los tiempos que corren nos están dando una oportunidad inmejorable de demostrar si la Historia nos ha enseñado algo o no y estamos suspendiendo dicho examen de un modo estrepitoso. Aunque, bueno, ya lo dijo alguien mucho más lúcido e inteligente que yo en tan sólo una frase. La más reveladora y escalofriante que jamás haya conocido. El infierno, una vez más, son los otros. Pase lo que pase y bajo cualquier circunstancia.

por Asís Arana, guionista