el juicio por torturas seguido en la Audiencia Provincial de Gipuzkoa contra los policías que participaron en la detención de los miembros de ETA Portu y Sarasola ha quedado visto para sentencia y se ha zanjado con el mantenimiento de la petición por parte del fiscal de penas de cárcel por delito de torturas para cuatro de ellos y para otros seis por un delito de lesiones. El correcto desarrollo del juicio no ha impedido que su proyección y valoración haya dependido del medio de comunicación que haya recogido noticias sobre el mismo. Para algunos, su celebración no constituye noticia relevante y han sembrado un manto de silencio.
Cabe recordar ahora la sentencia de la Audiencia Nacional en el caso Egunkaria, en la que se estableció un criterio garantista que por desgracia no suele ser seguido por dicho tribunal: en una velada crítica al empleo de malos tratos o torturas señaló que es necesario probar los hechos en los que se basa la eventual culpabilidad con pruebas de cargo suficientes y lícitas: es decir, obtenidas con corrección y sin violentar derechos fundamentales.
Por encima de otras valoraciones, como la que merece el escándalo político y jurídico derivado de que todas las sentencias condenatorias por delitos de torturas o malos tratos hayan sido burladas por el Gobierno español de turno mediante el recurso sistemático al indulto de los policías condenados, quisiera llamar la atención sobre otro aspecto, clave para que el reto de la convivencia entre vascos pueda ser realidad en un futuro próximo. Me refiero a las falsas simetrías que tratan de poner en el mismo plano a agresor y agredido, y que conducen a veces, tras el repudio, el rechazo y la condena a ETA, la comprensión ante el comportamiento de los policías que recurren a la tortura o los malos tratos.
El fenómeno no es nuevo: en otros contextos, las hemerotecas están llenas de argumentos mediante los cuales, por ejemplo, se justifica la reacción de EEUU tras el 11-S. Y así se acaba cayendo en el perverso juego de falsas simetrías, justificando flagrantes vulneraciones de derechos individuales o de la legalidad internacional bajo una posmoderna concepción del ojo por ojo y diente por diente.
Cuando en aras de la seguridad se vulneran derechos fundamentales se está otorgando a los terroristas una primera victoria. Es inadmisible hablar de tolerancia cero para ciertas vulneraciones y mirar para otro lado ante flagrantes violaciones de otros derechos fundamentales. Y sólo si nos rebelamos contra unas y otras legitimaremos la reivindicación de la paz, la superación de trincheras mentales que permiten a unos y a otros contemplar con diferente nivel de aceptación moral las violaciones de derechos fundamentales. La vida, la integridad física y moral, la dignidad, la ausencia de violencia no admiten gradación en función de la víctima o del agresor. Ante ETA debemos elevar nuestra dignidad individual y como pueblo, pero debemos renunciar a la ley del talión, y responder con firmeza y cívicamente, sin miedo, sin sed de venganza, sin admitir atajos que conduzcan a un callejón sin salida, porque sin ley no hay justicia, y sin justicia no hay democracia. La oposición frontal de una inmensa mayoría de vascos que nos negamos a aceptar la irracional y totalitaria deriva de ETA no puede impedir que elevemos la voz ante hechos como los ahora enjuiciados.
Deseo, como todos los vascos que creemos en la democracia, que todas las expresiones políticas puedan confrontar sus proyectos ante las urnas. Pero hemos aprendido, algo tarde, que sólo cabe dialogar con quienes hayan decidido abandonar la violencia. El pago de un precio a cambio es indigno. No cabe incentivar el final de la violencia de ETA con un diálogo previo, sino tras el cese de su barbarie. El concepto de contrapartida política a cambio de o en pago de la ausencia de violencia tiene el alto precio del deshonor como pueblo vasco. Pero ninguno de estos argumentos frente a ETA debe permitir legitimar, amparar, comprender o justificar el recurso a la tortura o a los malos tratos. Ninguno.