QUIEN piense que sólo monto en tranvía para dar ejemplo en mi apasionada defensa del transporte público se equivoca: también tomo el autobús. Y con más frecuencia desde que el mayor de casa abrió el mapa de las nuevas líneas y me demostró que tanto tranvía como autobús me venían de perlas para llegar al trabajo. Así hago desde entonces, en emoción multiplicada: ahora tengo a mano dos opciones. Y el autobús, como los vagones del tranvía, son un nido de historias que nos definen, o al menos perfilan cómo somos. El domingo, de vuelta de Mendizorroza tras ver sufrir a nuestro equipo del alma, el chaval y servidor fuimos testigos de un enfrentamiento verbal entre el chófer del vehículo y una señora. Faltaban pocos metros para llegar a una parada cuando vi por la izquierda a una intrépida vitoriana entrada en años que corría por el paso de cebra haciendo señales con los brazos. El chófer no se dio cuenta. A la señora le quedaba un trecho de carrera en su intento de montar en el urbano. Segundos antes de partir el autobús, la aventurera, visto que la punta de velocidad le fallaba, se metió con un quiebro imposible por la puerta de atrás. El chófer le recriminó su actitud y le pidió que bajara y accediera por donde debía. La señora se cabreó, bajó y montó de nuevo. Hubo discusión, sin gritos pero con reproches que todos los pasajeros oímos. La deportista con abrigo no fue consciente de que además de haberse jugado una visita al hospital (la puerta se cierra, ella queda atrapada, el bus avanza) le podía enredar el futuro al empleado de Tuvisa.
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