ESTOS días atrás hemos asistido a iniciativas que han vuelto a poner sobre el tapete público lo que algunos especialistas y comentaristas llaman péndulo, doble alma o lo que sea, que parece anidar en el PNV: por un lado, el sector oficial y mayoritario obtenía en Madrid, con el acuerdo sobre transparencias y presupuestos, una enorme victoria; por otro, Juan José Ibarretxe presentaba en Donostia su tesis doctoral, seguida de una conferencia y del anuncio de la presentación de su biografía, reclamando, de un modo u otro, la bondad del proyecto de Estatuto que presentara en su día, y que suponía, en la práctica, la superación del Estatuto actualmente vigente.
A los dirigentes del PNV no les gusta que el personal hable de dobles almas, por lo que habremos de concluir que dentro del PNV no hay más que un alma única, compartida por militantes y votantes. Pero, eso sí, un alma de doble mirada. Una doble mirada que converge en la lejanía, puesto que, tanto en un caso como en otro, persigue cotas de autonomía (o de independencia) mayores a las existentes. Las discrepancias se sitúan más en la metodología y en la estrategia que en los objetivos finales, porque un partido nacionalista no tiene por qué dejar de serlo ni renunciar a sus fines. Esto no debería escandalizar a nadie.
No olvidemos algo evidente: todos los políticos quieren más cotas de poder y más competencias. Como se les deje, acaban regulando hasta la talla de nuestro calzado. De momento, en algún pueblo italiano han comenzado por un poco más arriba y ya han decidido sobre la largura de las faldas y otros han regulado sobre el tipo de improperios que se pueden soltar o no en la vía pública. Los cargos tienden a ser voraces y cuando se oponen a que otros puedan tener mayores competencias es porque en el fondo no quieren perder las suyas. Por mucho que nos empeñemos e intentemos vestir el santo con argumentos más trabajados, no hay razón más sustanciosa que la que he señalado. Por eso surgió el café para todos en el reparto autonómico. Todos los políticos de provincias pensaron que hasta ahí se podía llegar, que si Euskadi tiene esto cómo no lo va a tener Extremadura. Claro que hay diferencias sustanciales. En algunas regiones, la voracidad de los políticos en tener competencias coincide con lo que quieren muchos ciudadanos. En otras, estos asisten completamente ajenos a la trifulca política. Así, es más que probable que al salmantino medio le importe un comino si su autonomía tiene éstas u otras competencias. Lo que quiere es tener unos servicios dignos. Pero en el País Vasco no sucede eso. Un amplio sector de los vascos quiere tener, además de buenos servicios, la seguridad de que las decisiones políticas se tomen aquí. Hay otro sector a quien eso le importa más bien poco. Se trata de una diferencia sustancial que está muy presente en nuestras vidas: frente a los anclajes pueblo/ciudad-España, que caracterizan a muchas regiones, en otras los anclajes son diferentes. En el País Vasco, los ciudadanos, dependiendo de inclinaciones políticas, sienten una escala de adhesión muy oscilante entre el propio país y España, con extremos contrapuestos en muchas ocasiones. Por eso, no debe extrañar a nadie que exista un partido que, aun teniendo esa doble mirada, tenga una convergencia de intereses -diferentes a los que son habituales en otros lados- en la lejanía.
La pregunta que me hago es cómo se puede llegar antes a esa meta que se vislumbra a lo lejos: partiendo del cumplimiento del Estatuto actual, para superarlo en el futuro, o predicando la ruptura desde ya. Mi respuesta al dilema, que incluso podría ser superable, es clara: somos casi una nadería en comparación con lo que tenemos enfrente. Frente a nuestras palabras, la fuerza del adversario político es contundente. En una aventura así no podemos, además, actuar por nuestra cuenta, olvidando que la mitad de la población piensa de otro modo y no quiere juntarse con estos pueblerinos que siempre van a lo suyo. Aunque haya sido precisamente el empecinamiento de estos pueblerinos en reclamar lo que hace más de 30 años consideraron justo, lo que ha hecho posible que vivamos mejor. No tengo la menor duda de que el ejercicio de nuestro autogobierno está en la raíz de nuestros índices de bienestar.
Pero la cordura en nuestras actuaciones y la aceptación de que hay otros puntos de vista, tan respetables como los nuestros, son requisitos para no dar pasos que pueden generar un desasosiego enorme en esa otra parte de la sociedad, e incluso entre muchos ciudadanos que, de un modo u otro, participan en esa doble mirada, pero no quieren sobresaltos en su vida diaria. Hay que tener mucho cuidado con estas cosas, porque las imposiciones pueden generar justamente las reacciones opuestas y hacer que el adversario político también utilice los mecanismos que tiene a mano. No sé si nadie se ha puesto a pensar que no sería complicado cambiar la ley y hacer que los representantes de la doble mirada tengan en el futuro la mitad de presencia en Madrid, por poner un ejemplo. No se puede jugar a aprendiz de brujo y marcar un camino que tenga como efecto que una parte de los nacionalistas que se han sentido cómodos votando al PNV de repente descubran un partido más ajustado a sus intereses con los descendientes de Batasuna. O al revés: que se asuste a parte de los votantes y éstos acaben buscando refugio en zonas más tranquilas.
Se trata de una reflexión de fondo, pero también de una reflexión estratégica: lo conseguido en esta negociación, un éxito de los diputados del PNV más que remarcable, es un camino mucho más seguro para llegar al final a donde se quiere llegar. Para llegar a ese punto en el que convergen las dos miradas. Es un camino más seguro, más tranquilo y mucho más ajustado a lo que se espera en una sociedad moderna y autosatisfecha como la nuestra, llena de michelines.