desde que en 1987, tras descubrirse 4.000 toneladas de residuos químicos italianos ilegales en la localidad nigeriana de Koko, fueran repatriadas por primera vez a su lugar de origen, muchas han sido las fatigas mediáticas gubernamentales, institucionales y oficiales para calmar la inquietud e indignación de una ciudadanía cada vez más concienciada hacia los temas ecológicos. Así, en 1989 se firmó el convenio de Basilea para regular el tráfico internacional de residuos tóxicos, en 1991 la OUA prohibió a los Estados africanos la importación de sustancias peligrosas para su almacenamiento o en 1993 fue la UE la que aprobó una reglamentación para el transporte y almacenamiento de estos residuos.

Hace tiempo que estamos al tanto de lo acontecido en sitios como Gabón -donde Francia ocultó en sus minas sin demasiada precaución los residuos radiactivos de sus empresas, provocando cientos de muertos y miles de afectados- o de los vertidos clandestinos que buques europeos sin identificar hicieron frente a las costas somalíes de barriles con desechos nucleares que contaminaron todo el litoral africano.

Los sucesos que con cuentagotas salpican nuestras conciencias en los medios de comunicación no son ni la punta del iceberg de lo que sucede con o sin nuestro consentimiento en este Continente basurero, de ahí que Greenpace se haya congratulado de que un tribunal holandés haya condenado a una petrolera de su propio país a pagar un millón de euros, no por la exigua cantidad comparada con el daño provocado, cuanto por juzgarlo todo un avance jurídico. Este enésimo capítulo paradigmático se remonta a 2006, cuando la petrolera holandesa Trifigura, al tanto de los elevados costes de la eliminación de sus residuos en suelo occidental a razón de 300 euros por tonelada, decidió deshacerse de ellos, sin comunicar su elevada toxicidad, en algún país africano, donde puede hacerse por el módico precio de 3 euros la tonelada a través de la empresa Tommy, afincada en Costa de Marfil. Todo se descubrió cuando las autoridades de aquel país empezaron a atender a miles de ciudadanos afectados de diarreas, vómitos, úlceras, picores repentinos, la gente moría de tumores fulminantes y las embarazadas abortaban por cientos. En el 2007 la empresa ahora condenada, sin reconocer su responsabilidad, ofreció al Gobierno de Costa de Marfil 150 millones de euros y a los más de 1.000 afectados que pudieron demostrar la relación entre su hospitalización y aquellos vertidos tóxicos, 48 millones de euros adicionales.

La sentencia contra esta petrolera, que puede parecer un lavado de cara a nuestra hipócrita sociedad europea que por un lado genera una descomunal cantidad de residuos peligrosos sin quererlos cerca suyo ni almacenados en minas, ni enterrados en el fondo marino, es algo más que un precedente. Supone todo un punto de inflexión.

En cualquier caso, de nada valen los buenos propósitos si no se toman las medidas oportunas para que se hagan realidad, asunto en el que España debería poner más empeño, pues ya veo a alemanes, británicos y franceses con ojos golosos buscando suelo apropiado y no les faltaría razón, porque Canarias parece un lugar idílico para ello.

Nicola Lococo